jueves, 4 de junio de 2009

Bizarrías

This verbal class distinction
By now should be antique

-Prof. Henry Higgings

This verbal class distinction [...]
is less noticeable among the young,
not because of Thatcherism,
but because a universal pop-speak
has infected the whole generation,
along with a degree of inverted snobbery.
Children from the best schools are
apt to assume a kind of cockney accent:
but Etonian cockney, to the well-tuned ear,
is not the same as real cockney.
-Anthony Lejeune,
National Review.

Vivimos en una sociedad de castas, de clases sociales que coexisten pero no se mezclan entre sí, que se diferencian nítidamente la una de otra y cuyos miembros son fácilmente identificables. El motivo fundamental de la separación es económico (la relación que cada clase tiene con los medios de producción, diría el buen Marx) pero sus manifestaciones invaden los terrenos de lo cultural, lo moral, lo estético y hasta lo físico.

Uno de los síntomas más evidentes de los abismos que separan a una clase de otra, en cualquier sociedad vertical, es el lenguaje. Los pobres y los ricos no sólo compran cosas diferentes, padecen enfermedades diferentes, visten ropas diferentes, viven en barrios diferentes, mandan a sus hijos a escuelas diferentes, sino que también (y ésta es una de las barreras más difíciles de franquear) hablan de manera diferente. Y las razones son claras: la personas de menores recursos económicos tienen acceso a una educación de menor calidad y, por lo tanto, se expresan más pobremente. Del mismo modo, las élites económicas suelen coincidir con los grupos más cultos, más leídos, más viajados y que, en consecuencia, hablan mejor. Las clases altas se burlan de los errores gramaticales de los inmigrantes extranjeros, de los indígenas, de sus choferes, de sus cocineras, recamareras y jardineros, no porque sean errores, sino porque se identifican con un nivel socioeconómico.

En teoría, esto no ofrece ninguna complicación. Sin embargo, yo he observado un fenómeno que viene a complicar este sencillo esquema. Y ello consiste en que las clases altas —particularmente las crías de las clases altas— ya no se vanaglorian de su bien hablar sino que, por el contrario, incurren deliberadamente en salvajadas, vulgaridades y crímenes de leso castellano, precisamente como forma de identificación de clase. Lo peor es que las clases medias han empezado a imitar las barbaridades semánticas de la “gente bien” en su incansable afán de comportarse como ellos. Expresarse en forma incorrecta viene a ser algo así como manejar UN Audi convertible.

Es un claro síntoma de la decadencia de una sociedad: el error como símbolo de estátus.

Basta pararse afuera de un antro fresa a media noche y escuchar un fragmento de la conversación que sostienen las jóvenes bestezuelas que se apiñan frente a la puerta de entrada, para comprobar que las nuevas generaciones de oligarcas se comunican entre sí en un dialecto sencillo, de léxico muy escaso, y que guarda una similitud muy remota con el español.

Una muestra de lo anterior es la palabra “bizarro” o, más bien, el uso que hace la burguesía mexicana de la palabra “bizarro”. En buen castellano, el término es sinónimo de “valiente”, “generoso” o “espléndido” y no —repito: NO— de “extraño”, “raro” o “inusual”, como la gente insiste en emplearlo, en franco desafío de las leyes de la Real Academia. (Aquí cabe precisar que este empleo erróneo de la palabra “bizarro” empezó a difundirse a partir de un episodio de Los Superamigos transmitido en México a principios de los años ochenta, en la que aparecían un grupo de personajes contrahechos provenientes de un planeta llamado “Mundo Bizarro”, episodio que marcó en forma indeleble el vocabulario de los pequeños e inocentes televidentes). Un obrero o un campesino difícilmente emitirían un despropósito como “está haciendo un clima bastante bizarro”, frase que escuché hoy mismo en un elevador, por parte de un joven de traje inglés y zapatos italianos que, seguramente, se considera a sí mismo el paradigma del refinamiento y el buen gusto. Y seguramente, no quiso decir que el clima fuera valiente, generoso ni espléndido.

¡En fin! Todo sea por la diversidad cultural y lingüística de nuestro país.

miércoles, 3 de junio de 2009

Éramos ratones

temblando en un rincón de casa de mi madre, allá en la casa enorme de mi madre.
Mi madre, una princesa
sin príncipe y sin rey, ya entonces era frágil
como una veladora; su casa era un rincón adentro de su casa, donde, llena de miedo,
repartía a sus dos hijos
vestigios ínfimos de azúcar y de queso.

Siempre fuimos ratones
allá en la casa enorme de mi madre. Los tres nos ocultábamos en los resquicios,
soñando con veneno para ratas, pues éramos pequeños
e indeseables ratones, allá en la casa enorme de mi madre.

No sé quiénes serían los verdaderos dueños, de aquella casa enorme de mi madre.
Los verdaderos dueños de quien nos escondíamos
no sé quiénes serían, allá en la enorme casa
enorme de mi madre.
Acaso los ratones.

(Ésta entrega es un poema de mi hermano, Óscar de Pablo. Pero, como habla en alguna manera de mi propia historia, creo que tengo derecho a ponerlo en mi blog a benefifio de mis complacientes lectores)

viernes, 22 de mayo de 2009

Haydn

Yo soy una criatura esencialmente romántica: nos sentimos irremediablemente atraídos por aquellos personajes de la Historia que experimentaron grandes pasiones y grandes sufrimientos, aquellos que tuvieron que enfrentarse a la miseria, a la enfermedad o a la locura, ésos que tenían grandes manías o terribles adicciones, los que se rebelaron contra el sistema y padecieron la represión, la cárcel o la tortura y, sobre todo, los que tuvieron una muerte prematura. En cambio, aquellos personajes que disfrutaron de una existencia larga, tranquila y feliz, y que no incurrieron en ningún exceso, apenas despiertan nuestro interés. Por eso, cuando el editor de la revista me encargó una artículo sobre Franz Joseph Haydn, para conmemorar los 200 años de su muerte, sentí verdadera fiaca... Pero aún así lo escribí.

Resulta que Haydn nació en la aldea de Rohrau, a quince leguas de Viena, el 31 de marzo de 1732, y era hijo de un carpintero y herrero de nombre Mathias Haydn, cuyos principales ingresos provenían de reparar las carretas, carretillas y demás instrumentos de labranza del noble local, el conde de Harrach. Curiosamente, el pequeño Sepperl (como lo llamaban de cariño) que llegaría a ser una gran instrumentista, no mostró predilección ni virtuosismo por ningún instrumento en particular: entró en el mundo de la música como cantante. Cuando tenía ocho años, la belleza de su voz fue descubierta por el director del coro de la Catedral de San Esteban de Viena, quien hizo que lo admitieran en el coro y la escuela de la catedral, con lo cual el cabildo de la ciudad correría con los gastos de su manutención y educación musical.

Al cambiarle la voz, a los diecisiete años, fue despedido del coro y quedo sin medios de subsistencia. Aquél fue el único momento verdaderamente difícil en la vida del compositor: si no hubiera sido por la hospitalidad de un amigo que lo acogió en la bohardilla en la que habitaba hubiera tenido que vivir en la calle. Sin embargo, para su fortuna, durante sus años en San Esteban había adquirido una sólida formación musical que resultaría invaluable en su carrera como compositor. Pronto compuso sus y sus primeras cantatas, con las cuales llamó la atención de varias personalidades importantes del mundo musical vienés, como el famoso poeta y Metastasio y Nicola Porpora, el célebre maestro de Farinelli, quien lo tomó como una mezcla de sirviente y aprendiz. Poco a poco fue ganándose el favor de la aristocracia vienesa y se convirtió en uno de los compositores de moda de la ciudad. Hacia 1856 (el año en que nació Mozart) el joven Haydn era ya un invitado frecuente en los palacios de verano de los nobles austriacos.

Y es que, en el siglo XVIII, cuando el la clase media era poco más que un grupo de artesanos y tenderos, no existía en Europa un público suficientemente amplio que asistiera a los teatros o que comprara partituras impresas, por lo que el mecenazgo de la nobleza era indispensable para la subsistencia de los músicos. Los aristócratas reclutaban compositores para integrarlos al personal de sus palacios de forma apenas diferente a como contrataban a sus mayordomos, cocheros o cocineros. Incluso, en muchos casos, se les obligaba a portar la librea de la casa.

Era, evidentemente, una situación de subordinación. Pero de subordinación relativa. ¿Quién —salvo un puñado de historiadores especializados— recuerda las políticas de tal o cual ministro, la elegancia de tal dama, las batallas que libró tal general? Y, en cambio, las composiciones de Vivaldi, de Händel, de Bach, de Gluck, de Haydn y de Mozart son escuchadas hasta el día de hoy en la radio, en discos, en teatros y salas de concierto de todo el mundo, y los nombres de estos artistas son recordados con admiración y amor por millones de personas. Los nobles que los patrocinaron y que favorecieron la ceración de sus obras aportando los recursos materiales necesarios, son apenas una nota de pie de página en las biografías de los compositores. Es gracias a ellos que muchos soberbios aristócratas adquirieron su parcela de inmortalidad. Por eso vale la pena preguntarse: a fin de cuentas, ¿quién trabajaba para quién?

Esta situación iba a cambiar antes de lo que todos suponían, pero, en 1761, era claro que, si quería asegurarse un porvenir exitoso, Haydn necesitaba el patrocinio de una familia aristocrática y eso fue precisamente lo que obtuvo cuando el príncipe Paul Anton Esterházy lo contrató como vice-maestro de capilla (o Kappellmeister) de su palacio en Eisenstadt.

Los Esterházy de Galatha eran una antigua familia húngara, y una de las más ricas e influyentes del Imperio. Pasaban los inviernos en Viena y los veranos en alguno de los castillos de su propiedad y llevaban con ellos a toda su capilla (orquesta, coro y solistas… poco más de veinte músicos en total). La orquesta de los Esterházy brindó a Haydn la oportunidad de experimentar con la composición sinfónica, en la que hizo grandes desarrollos. No en vano ha sido bautizado “padre de la sinfonía”. De hecho, el primer encargo importante que recibió su nuevo patrón fueron tres sinfonías inspiradas en casa parte del día: la sexta (la mañana), la séptima (el mediodía) y la octava (la tarde).

Resulta simbólico que Haydn haya omitido componer una sinfonía sobre la noche. Y es que el compositor era un digno hijo de su siglo: el Siglo de las Luces. Una época marcada por una corriente artística —el clasicismo— que buscaba inspiración en los modelos de la Antigüedad griega y romana y rechazaba cualquier exageración o exceso. En cambio, tenía como ideales la naturalidad, la sobriedad, el orden, la claridad, y la armonía. La luz de la Razón iluminaba todas las formas de producción artística, la cual era creada más con el cerebro y menos con el corazón. La música de Haydn —y, en buena medida, también su vida— es un ejemplo paradigmático de esta corriente.

En 1762, murió el príncipe Paul Anton y fue sucedido por su hermano, Nicolaus llamado “el Magnífico”. El nuevo líder de la casa Esterházy, que había sido general del ejército austriaco durante la Guerra de los Siete Años, era un verdadero apasionado de la música. En su palacio de Estherhaza (un Versalles en pequeña escala a orillas del lago Neusiedler) hizo construir un teatro para quinientos espectadores en el que se representaban dos óperas y dos conciertos solemnes a la semana. Eso además de la música de cámara que se tocaba a todas horas en los distintos aposentos del palacio y de las composiciones especiales creadas para agasajar a los invitados ilustres. (Así, por ejemplo, con motivo de la visita de la emperatriz María Teresa en 1773, Haydn compuso su Sinfonía No. 50 y su ópera L’Infedelta Lelusa).

Con semejante demanda de música, a Haydn, que pronto fue ascendido al cargo de Kappelmeister, no le faltaba trabajo. Durante sus años al servicio de los Esterházy seguía una inquebrantable rutina diaria, que Stendhal describió así:

“Su vida fue uniforme y exclusivamente dedicada al trabajo. Se levantaba muy temprano, se vestía con toda pulcritud, se instalaba en una mesita junto a su piano y de ordinario lo sorprendía ahí la hora de la comida. Por la noche dirigía los ensayos o asistía a las representaciones de ópera que se celebraban cuatro veces por semana en el palacio del Príncipe. Algunas mañanas, muy pocas, las dedicaba a la caza. El poco tiempo que le quedaba libre lo pasaba con sus amigos o con la señora Polzelli. Tal fue la vida que llevó durante treinta años, y eso explica el número considerable de sus producciones”.

Cabe señalar que “la señora Pozelli” a la que se refería Stendhal era una soprano napolitana contratada por los Esterházy hacia 1779. Aunque tanto ella como Haydn estaban casados, sostuvieron una prolongada y bastante estable relación sentimental y según algunos biógrafos, tuvieron varios hijos. (¡Tan seriecito que se veía…!)

En fin, gracias a su personalidad extraordinariamente disciplinada y metódica, Haydn encontró tiempo para componer (según el catálogo Hoboken) 104 sinfonías, 25 divertimentos, 61cuartetos, 31 tríos y 6 dúos de cuerdas, 8 marchas, 62 sonatas para piano, 14 misas, 3 oratorios, 13 óperas, casi 50 conciertos para diversos instrumentos, aproximadamente 200 obras para barítono (una especie de trompeta, ahora en desuso, que era el instrumento favorito del Príncipe Nicolaus) y cientos de canciones, minuetos, allemandes, nocturnos, piezas sacras y profanas, óperas para marionetas y hasta música para relojes musicales.

No debe pensarse, por esta prodigiosa dedicación al trabajo de Haydn, que fuera un hombre serio o aburrido: por el contrario, tenía un sentido del humor brillante y refinado como su obra musical, del cual dan muestra innumerables anécdotas. Así, por ejemplo, en su sinfonía número 94, llamada La sorpresa, decidió "vengarse" de aquellos que acudían a sus conciertos sin demasiado interés. En el segundo movimiento, en un momento de intensidad piano, incorporó un inesperado fortissimo para despertar a los durmientes y sobresaltar a los distraídos. Otra muestra de la sutil irreverencia del compositor es su famosa sinfonía número 45 que Haydn compuso a manera de protesta por el hecho de que el Príncipe no concedió vacaciones a los músicos del palacio. En ella, los miembros de la orquesta van dejando de tocar paulatinamente y abandonando el escenario, uno tras otro, hasta que éste se queda vacío. Por eso se le conoce como “la Sinfonía de los Adioses”. Después de escucharla, el príncipe comprendió la indirecta y concedió a sus músicos la anhelada licencia.

La vena humorística de Haydn se expresa también en varias de sus óperas, entre las que destacan La canterina (La cantante) de 1766, Lo speziale (El boticario) de 1768 e Il mondo della Luna (El mundo de la luna) de 1777.

El 1781, en uno de sus infrecuentes viajes a la capital austriaca, Haydn tuvo la oportunidad de conocer a Mozart, de quien era ferviente admirador. Pese a la diferencia de edades (Haydn tenía cincuenta años y Mozart veinticinco) se volvieron amigos de inmediato. El compositor de Salzburgo le dedicó una serie de sonatas que hasta hoy se conocen como “sonatas Haydn”. Éste, por su parte, fue uno de los pocos contemporáneos que supo apreciar el genio de Mozart en toda su magnitud. Se dice que después de escuchar su Don Giovanni, Haydn no quiso volver a escribir óperas: la superioridad de Mozart en ese terreno era demasiado evidente.

Sin embargo, escribió piezas de música vocal verdaderamente geniales. A mí me gusta particularmente su cantata Arianna a Naxos compuesta en 1789, el año de la toma de la Bastilla.

En 1790 murió Nicolaus “el Magnífico”. Su primogénito y sucesor, el príncipe Anton Esterházy, no compartía la pasión de su padre por la música, por lo que de inmediato despidió a toda la orquesta (salvo a los instrumentos de viento, que le eran útiles para las cacerías). Sin embargo, sentía aprecio por Haydn por lo que le permitió conservar el título honorífico de Kappelmeister y le asignó una pensión vitalicia de 1,400 florines, sin que tuviera ya obligación alguna.

Viéndose libre después de treinta años al servicio de los Esterházy, Haydn aprovechó su nueva situación para efectuar dos giras en Londres, la primera de 1791 a 1792 y la segunda de 1794 a 1795. En Inglaterra recibió reconocimientos importantes, como un doctorado Honoris causa de la Universidad de Oxford. También tuvo la oportunidad de ver sus obras tocadas para públicos realmente amplios en teatros como el Covent Garden y el Drury Lane, que comparados con el reducido y aristocrático escenario de los Esterházy, resultaban multitudinarios. Fue ahí donde compuso sus últimas y más importantes sinfonías, mismas que servirían como modelo vinculante para la obra sinfónica de Mozart, Beethoven, Schubert, Rossini y Weber.

En el viaje de vuelta a Viena pasó por la ciudad de Bonn, en donde algunos amigos le presentaron a un tímido compositor local de veinte años que, según dijeron, “prometía mucho”. El joven le enseñó, muy nervioso, algunas de sus obras. Días más tarde, ya en Viena, Haydn le escribió animándolo a viajar a la capital. “Puesto que Mozart ha muerto, para desgracia de todos —le decía— ésta es la ocasión de que usted venga a ocupar el lugar que se merece”. Y así fue. El joven compositor se llamaba Ludwig van Beethoven.

Inspirado por los oratorios de Händel, que había escuchado en Inglaterra, Haydn había orientado su interés hacia las grandes composiciones sinfónico-corales. A este periodo pertenecen sus últimas misas, así como los oratorios Siete palabras del Salvador (1796), La Creación (1798) y Las Estaciones (1801). El texto de estos oratorios era del barón Van Swieten, el célebre benefactor de Mozart. Las ejecuciones públicas de estas obras en Viena significaron la consagración de la gloria Haydn en su propia patria.

El 31 de mayo de 1809, mientras los ejércitos napoleónicos ocupaban Viena y destruían a cañonazos el ancien régime, murió Franz Joseph Haydn. Con él se extinguía toda una época simple, plácida y refinada, una época de pelucas empolvadas y palacios rococó, la época de la Ilustración y del Clasicismo, el Siglo de las Luces, una era de la que Haydn fue el más digno representante. En su lugar, surgiría algo más complejo, más oscuro, más turbulento, incluso más violento. Algo que, con el tiempo, se llamaría Romanticismo.

Chale

Hoy cumplo treinta años... Chale.

martes, 21 de abril de 2009

Llueve

Está lloviendo.

Ni siquiera está lloviendo: más bien está cayendo un chipi-chipi bastante triste. Una de esas lloviznas tímidas y persistentes, que caen en la ciudad después de varios días de mucho calor, que llenan los coches de lodo.

Bueno, la verdad es que mi oficina no tiene ventanas, así que no sé si está lloviendo. Pero estoy oyendo una gymnopédie de Erik Satie (la número uno: lent et doloreux) y es como si estuviera lloviendo.

jueves, 26 de marzo de 2009

La Isla Bermeja

Acabo de enterarme de algo que me llenó de desazón (¿no les encanta la palabra “desazón”?). Resulta que a unas 100 millas al norte de la península de Yucatán, a la mitad del Golfo de México, había una isla —más bien un islote— pequeñajo y feliz, conocido como la Isla Bermeja. Y si uso el verbo haber en tiempo copretérito es porque no lo puedo usar en presente. La isla estaba ahí. Existía, tan sólida y tan rotunda como… bueno, como una isla. Dan testimonio de ello cientos de atlas, listados de islas, y mapas marítimos de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. La imagino cubierta de piedras rojizas (que le daban razón a su nombre) y poblada por varios cientos de palmeras, unos cuantos cangrejos, algunos pelícanos peregrinos, y quizá incluso una familia de iguanas. Y sin embargo, ya no existe. Ni las rocas rojizas, ni las palmeras, ni los pelícanos peregrinos, ni los cangrejos ni la hipotética familia de iguanas. No se sabe cómo ni cuando, la Isla Bermeja desapareció. Sí, así de simple. Desapareció.

No soy experto en geología, en oceanografía, en ufología, ni en ninguna de las ciencias ocultas que pudieran explicar la desaparición repentina de un pedazo de tierra que emergía plácidamente de las aguas. Pero me llena de incomodidad (si no de franco pánico) el hecho de que pueda dejar de emerger.

¿Habrá sido engullida por un tsunami? ¿Se habrá desmoronado como un gigantesco polvorón, remojado en leche? Nadie lo sabe. No falta quien ofrece teorías conspiracionales (con lo cual no quiero decir que sean falsas): Dicen que la marina de Estados Unidos la bombardeó para reducir el mar territorial y la plataforma continental de México, y así poder extraer libremente el abundante petróleo que se produce en esas regiones; dicen que Santa Anna (o algún otro gobernante igualmente simpático) se la vendió a un magnate, se embolsó las ganancias y destruyó todos los documentos que pudieran dar cuenta de su corrupción; dicen que, con el correr de los años y los siglos, los registros simplemente se traspapelaron en el infinito océano de los archivos oficiales, es decir, que la isla no dejó de existir: sencillamente se extravió. Ninguna de estas hipótesis me parece descabellada. Pero tampoco me brindan la paz mental que necesito.

Y es que, si una isla entera puede desaparecer así como así, ¿qué seguridad podemos esperar nosotros, simples e insignificantes mortal? El día menos pensado, podemos hundirnos en el mar, desmoronarnos, ser destruidos por cañoneros de la U.S. Navy y/o vendidos a algún millonario excéntrico... Y todos los expedientes, documentos, fotografías, cartas que demuestren que alguna vez existimos pueden perderse irremediablemente en las tenebrosas entrañas de algún archivo histórico.
Así es la vida.
Pobre Isla Bermeja. Pobres cangrejos. Pobres pelícanos peregrinos. Pobres de todos nosotros.

miércoles, 11 de marzo de 2009

A petición de Roberto... La Sonora Dinamita

La mañana del 21 de enero de 2002, en Cartagena de Indias, Colombia, murió Luis Guillermo Pérez Cedrón. Quizá a muchos de ustedes, inocentes lectores, ese nombre no les diga nada. Quizá no sepan que ese ere el verdadero nombre de Lucho Argáin, quien fue, muy posiblemente, el mejor compositor y arreglista de todos los tiempos y, además, el núcleo de la inmortal asociación que revolucionó la cumbia colombiana en toda América latina: la Sonora Dinamita.

Nacido en Cartagena, en 1927, Pérez Cedrón grabó su primer disco en 1959 después de firmar un contrato con el sello musical “Discos Fuentes”. Su propietario, el visionario productor discográfico Antonio Fuentes, tuvo la maravillosa iniciativa de reunir en una agrupación, bajo la dirección de Pérez Cedrón, a los principales compositores e interpretes de cumbia del país. Como ni el nombre ni los apellidos del compositor eran bastante sonoros ni originales, Fuentes le asignó un nombre artístico con el que pasaría a la historia: Lucho Argáin.

Faltaba por definir el nombre de la agrupación. La idea original —para mi gusto bastante acertada— fue llamarla la Sonora Buscapié. Lo de “sonora” era un fusil de la exitosísima orquesta cubana La Sonora Matancera y lo de “buscapié” era una alusión a lo explosivo de su música. Sin embargo, y considerando que quizá hubiera gente en algunas latitudes de nuestro grande e ignorante continente, no supiera qué cosa es un buscapié, el señor Fuentes decidió llamarla, en cambio, Sonora Dinamita.
Completaban la agrupación el canatante conocido como "El Chamaco", el pianista Lalo Montes, el baterista Clodomiro Montes, los trompetistas Saúl Torres y Ángel Mattos, el bajista Pedro Laza, el guitarrista Guillermo Martínez, el trecista (o sea, el que toca el tres) Gil Cantillo, el conguista (o sea, el que toca las congas) Enrique Bonfante y los coristas Poli y Mono Martínez. Como puede observarse, se trataba de un conjunto enteramente masculino. Sin embargo, desde el inicio, se contó con la participación de vocalistas femeninas.
Y es que, a decir verdad, la Sonora Dinamita no era un grupo musical propiamente dicho. Era más bien una asociación de artistas incluyente, difusa, fluida, libre. Un estado de ánimo, dirían algunos. Sus miembros nunca se reunieron para tocar sus éxitos en vivo: sólo se juntaban en estudios de grabación.

En 1960 salió su primer álbum de larga duración (elepé, se le llamaba entonces): Ritmo, al que pertenecen las canciones “Yo la ví”, “Si la vieran” y “Mayen raye”, todas autoría de Argáin. Dado el éxito de este primer álbum, pronto le siguieron Fiesta en el Caribe (1961) y Dinamita (1962). Como todas las utopías, la Sonora Dinamita no resistió el peso de la realidad, por los que se desintegró en 1963.

No obstante, un concepto tan maravilloso no podía morir así como así. Quedó latente en la memoria y en el corazón de los aficionados a la cumbia no sólo de Colombia y Venezuela, donde se comercializaron sus discos, sino también, sorprendentemente, en México. (La popularidad de la banda en este país era tan grande, durante los años sesenta, que en 1968 se publicó ahí su primera compilación de “Grandes éxitos”). Fue por eso que, en 1977 Antonio Fuentes volvió a buscar a Lucho Argáin y lo convenció para que volver a formar la agrupación. El primer álbum de la resucitada agrupación (cuarto, si contamos desde el inicio) se llamó La explosiva Sonora Dinamita e incluía el éxito "El Montón".

Esta vez, no querían que el éxito de la Sonora dinamita quedara circunscrito a las fronteras de Colombia, por lo que, en 1979 emprendieron una gira por México donde su música causó verdadero furor. En particular la inmortal canción “Se me perdió la cadenita” (el perteneciente al álbum Meneíto) fue un éxito sin precedentes: no hubo sonidero ni boda en donde no se bailara.

La década de los ochenta fue, sin duda, la más exitosa y prolífica de la agrupación. En esa época dorada grabaron varios temas con las voces de los más grandes cantantes de Colombia como vocalistas invitados como Rodolfo Aicardi ("María Cristina"), Anny ("Cómo hago con mi marido"), John Jairo ("Llegó el timbal"), Melyda Yara, mejor conocida como la India Meliyará ("Mi cucu") y mi favorita personal: Margarita Vázquez ("Capullo y Sorullo", "Que nadie sepa mi sufrir", y la inmortal "A mover la colita").

Gran parte del éxito de la Sonora Dinamita —todo hay que decirlo— se debió al apoyo brindado por la cadena Televisa, y a su aparición frecuente en programas como Siempre en domingo y Mala noche no.

Pero los dioses de la televisión son veleidosos. A principios de la década de los noventa, Televisa retirpó su apoyo a la Sonora para dárselo a bandas mexicanas como Bronco, Los Temerarios, Los Ángeles Azules, que tocaban su propia versión —en mi muy humilde opinión, bastante más vulgar que el original— del género cumbiero (un subgénero denominado, sin mucha imaginación “cumbia mexicana”). Poco después, varios países del continente se puso de moda una aberración pseudo-musical, originaria de Perú, denominada “tecno-cumbia”. El resultado inmediato fue una caída casi vertical en las ventas de los discos de la Sonora Dinamita. Para colmo, en 1993 una banda con base en Miami tuvo el atrevimiento de adoptar el nombre de “Sonora Dinamita” e incluso incluir en su repertorio varias de las canciones de Lucho Argáin, como la inmortal “Se me perdió la cadenita”, lo cual también contribuyó al declive en las ventas.

El golpe final fue cuando en 1998, Discos Peerless, la empresa que había comercializado con tanto éxito los discos de la Sonora en México, entró en crisis y finalmente despareció. Para entonces, Lucho Argáin llevaba varios años sin componer una canción nueva: la Sonora se sostenía únicamente por la venta de discos que compilaban éxitos del pasado. (Algunos de los títulos de estas compliaciones que todo buen anfitrión debe tener en su gabinete para amenizar sus fiestas son: Picante y caliente, Pegaditas de oro, La mera mera, Yo soy la cumbia, y la inolvidable Navidades con la Sonora Dinamita).

Éste era el estado de las cosas cuando, en enero de 2002, murió lo que en Lucho Argáin había de mortal. A partir de entonces, y como homenaje póstumo a su genial fundador, la agrupación cambió su nombre a La Sonora Dinamita de Lucho Argáin.

Para que no digan que sólo escribo de ópera…