miércoles, 3 de diciembre de 2008

Prejuicios

"Los japoneses son una raza cruel"
La mamá de Bridget Jones
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La forma en que los humanos percibimos el mundo se basa, en gran medida, en prejuicios, supersticiones, fobias y presunciones que nada tienen que ver con la evidencia empírica ni con proceso racional alguno. Y me temo que yo no soy la excepción. Lo confieso humildemente: soy un verdadero saco de prejuicios. Así, por ejemplo, siempre he estado convencido de que no me gustan las óperas de Wagner, a pesar de que nunca he visto una completa. (Cuando tenía doce años, y todavía no se instauraba la costumbre de poner supertitulaje en los teatros de ópera, me llevaron a ver De Vliegende Hollander, pero me temo que pasé la mayor parte de la función durmiendo a pierna suelta).

Otro de mis prejuicios más fuertes va dirigido contra una nación entera: los japoneses. Y no es que me parezcan inferiores ni racial ni moralmente, sino que, por lo poco que conozco de ese remoto archipiélago, he llegado a convencerme de que su cultura es tan radicalmente diferente a la nuestra, tan absolutamente ajena a mí, que no puede haber nada en común, ningún punto de entendimiento entre ellos y yo. Esta convicción no sólo no está apoyada por ninguna evidencia sino que, de hecho, hay bastante evidencia que la contradice: adoro el sushi, el sake y el sukiyaki; encuentro preciosos los jardines nipones y los kanjis me parecen una forma de lo más estética de expresarse. Pero bueno, si los prejuicios fueran lógicos o racionales, dejarían de ser prejuicios.

Fue esto lo que me hizo postergar la lectura de un libro que, pese a las excelentes críticas que había oído al respecto, dejé reposar sobre mi mesa por meses, cubriéndose por una fina capa de polvo. Era la novela Tokio blues (o Norwegian Wood) de Haruki Murakami (publicada en castellano por Tusquets). Sin embargo, hace unos días, en un ataque de valor desacostumbrado en mí, decidí rebelarme contra mi fobia anti-nipona e hincarle el diente a la novelita.

La novela comienza cuando el narrador, al aterrizar en un aeropuerto en Alemania, escucha una versión instrumental de Norwegian Word de los Beatles y la melodía (como la famosa magdalena remojada en té de En busca del tiempo perdido de Proust) lo remonta a su juventud: específicamente, al Tokio de 1969, donde se desarrolla casi toda la acción.

No voy a hacer aquí otra reseña. Éste no pretende ser un blog de crítica literaria. Sólo diré que el libro me gustó bastante y que, aunque el personaje central se llama Watanabe, y no Juan ni Pedro, fui capaz de identificarme con él, de simpatizar con sus desgracias y de emocionarme con sus triunfos. Como a él, a mi también me conmueven las canciones de los Beatles. Comprobé que, aparte de algunas costumbres que sí me resultaron muy extrañas, los japoneses piensan, actúan, sienten y aman esencialmente igual que el resto de los seres humanos. Hay cosas —como el amor, los celos, la muerte o los Beatles— que son universales. La única diferencia cultural profunda que pude detectar fue una tendencia un tanto más elevada hacia el suicidio: en la novela hay cuatro personajes que se quitan la vida (eso sin contar los intentos fallidos).

Fue, como diría una amiga mía, un gran “ejercicio de empatía”.

Por eso le recomiendo, amable lector, que escoja alguno de sus prejuicios (no se haga: yo sé que tienen varios) y lo confronte con la realidad: vea una película que siempre le haya dado flojera, oiga un tipo de música que nunca le haya llamado la atención, visite un lugar que siempre le haya caído gordo, y compruebe si sus ideas preconcebidas resultan ser correctas. Lo más probable es que la película, efectivamente, resulte un bodrio; que la música sea pésima y que el lugar, como usted bien había supuesto, esté lleno de gente odiosa. Sin embargo —admítalo— existe una pequeña posibilidad de que no sea así. Creo que vale la pena correr el riesgo.