jueves, 4 de junio de 2009

Bizarrías

This verbal class distinction
By now should be antique

-Prof. Henry Higgings

This verbal class distinction [...]
is less noticeable among the young,
not because of Thatcherism,
but because a universal pop-speak
has infected the whole generation,
along with a degree of inverted snobbery.
Children from the best schools are
apt to assume a kind of cockney accent:
but Etonian cockney, to the well-tuned ear,
is not the same as real cockney.
-Anthony Lejeune,
National Review.

Vivimos en una sociedad de castas, de clases sociales que coexisten pero no se mezclan entre sí, que se diferencian nítidamente la una de otra y cuyos miembros son fácilmente identificables. El motivo fundamental de la separación es económico (la relación que cada clase tiene con los medios de producción, diría el buen Marx) pero sus manifestaciones invaden los terrenos de lo cultural, lo moral, lo estético y hasta lo físico.

Uno de los síntomas más evidentes de los abismos que separan a una clase de otra, en cualquier sociedad vertical, es el lenguaje. Los pobres y los ricos no sólo compran cosas diferentes, padecen enfermedades diferentes, visten ropas diferentes, viven en barrios diferentes, mandan a sus hijos a escuelas diferentes, sino que también (y ésta es una de las barreras más difíciles de franquear) hablan de manera diferente. Y las razones son claras: la personas de menores recursos económicos tienen acceso a una educación de menor calidad y, por lo tanto, se expresan más pobremente. Del mismo modo, las élites económicas suelen coincidir con los grupos más cultos, más leídos, más viajados y que, en consecuencia, hablan mejor. Las clases altas se burlan de los errores gramaticales de los inmigrantes extranjeros, de los indígenas, de sus choferes, de sus cocineras, recamareras y jardineros, no porque sean errores, sino porque se identifican con un nivel socioeconómico.

En teoría, esto no ofrece ninguna complicación. Sin embargo, yo he observado un fenómeno que viene a complicar este sencillo esquema. Y ello consiste en que las clases altas —particularmente las crías de las clases altas— ya no se vanaglorian de su bien hablar sino que, por el contrario, incurren deliberadamente en salvajadas, vulgaridades y crímenes de leso castellano, precisamente como forma de identificación de clase. Lo peor es que las clases medias han empezado a imitar las barbaridades semánticas de la “gente bien” en su incansable afán de comportarse como ellos. Expresarse en forma incorrecta viene a ser algo así como manejar UN Audi convertible.

Es un claro síntoma de la decadencia de una sociedad: el error como símbolo de estátus.

Basta pararse afuera de un antro fresa a media noche y escuchar un fragmento de la conversación que sostienen las jóvenes bestezuelas que se apiñan frente a la puerta de entrada, para comprobar que las nuevas generaciones de oligarcas se comunican entre sí en un dialecto sencillo, de léxico muy escaso, y que guarda una similitud muy remota con el español.

Una muestra de lo anterior es la palabra “bizarro” o, más bien, el uso que hace la burguesía mexicana de la palabra “bizarro”. En buen castellano, el término es sinónimo de “valiente”, “generoso” o “espléndido” y no —repito: NO— de “extraño”, “raro” o “inusual”, como la gente insiste en emplearlo, en franco desafío de las leyes de la Real Academia. (Aquí cabe precisar que este empleo erróneo de la palabra “bizarro” empezó a difundirse a partir de un episodio de Los Superamigos transmitido en México a principios de los años ochenta, en la que aparecían un grupo de personajes contrahechos provenientes de un planeta llamado “Mundo Bizarro”, episodio que marcó en forma indeleble el vocabulario de los pequeños e inocentes televidentes). Un obrero o un campesino difícilmente emitirían un despropósito como “está haciendo un clima bastante bizarro”, frase que escuché hoy mismo en un elevador, por parte de un joven de traje inglés y zapatos italianos que, seguramente, se considera a sí mismo el paradigma del refinamiento y el buen gusto. Y seguramente, no quiso decir que el clima fuera valiente, generoso ni espléndido.

¡En fin! Todo sea por la diversidad cultural y lingüística de nuestro país.

miércoles, 3 de junio de 2009

Éramos ratones

temblando en un rincón de casa de mi madre, allá en la casa enorme de mi madre.
Mi madre, una princesa
sin príncipe y sin rey, ya entonces era frágil
como una veladora; su casa era un rincón adentro de su casa, donde, llena de miedo,
repartía a sus dos hijos
vestigios ínfimos de azúcar y de queso.

Siempre fuimos ratones
allá en la casa enorme de mi madre. Los tres nos ocultábamos en los resquicios,
soñando con veneno para ratas, pues éramos pequeños
e indeseables ratones, allá en la casa enorme de mi madre.

No sé quiénes serían los verdaderos dueños, de aquella casa enorme de mi madre.
Los verdaderos dueños de quien nos escondíamos
no sé quiénes serían, allá en la enorme casa
enorme de mi madre.
Acaso los ratones.

(Ésta entrega es un poema de mi hermano, Óscar de Pablo. Pero, como habla en alguna manera de mi propia historia, creo que tengo derecho a ponerlo en mi blog a benefifio de mis complacientes lectores)