martes, 24 de febrero de 2009

Una historia de amor

Cuando se conocieron, él tenía veintiséis años; ella veinticuatro. Él era un compositor prácticamente desconocido; ella era famosa internacionalmente por su belleza y por su voz. Él estaba casado con una sencilla mujercita del pueblo de Busseto; ella, a quien nadie hubiera calificado de “sencilla” ni de “mujercita” era célebre por el número y por el rango de los amantes que desfilaban por su camerino. Él nunca había estrenado una ópera, ella había cantado en más de cuarenta. Él, que estaba en una situación económica poco menos que desesperada, necesitaba que se produjera su ópera, misma que ya había sido rechazada por el Teatro Ducal de Parma; ella, como primera soprano de La Scala de Milán, estaba en condiciones de elegir qué se representaba y qué no en el teatro. Él la admiraba profundamente; ella jamás había escuchado mencionar su nombre. Él se llamaba Giuseppe Verdi; ella, Giuseppina Strepponi.

Dadas las circunstancias, la aprobación de la ópera por parte de la Strepponi era crucial. Cuando Pietro Massini, director de la Sociedad Filarmónica de Milán, le entregó a la diva la partitura preliminar, ésta accedió a leerla con escepticismo. Sin embargo, al ir hojeando el manuscrito, su desconfianza se convirtió en interés y después en decidido entusiasmo. Como mujer inteligente y sensible, y con una larga experiencia como cantante de ópera, pudo darse cuenta de que se trataba de un trabajo, si no genial, sí inmensamente prometedor. Así, gracias a la determinación de la prima donna la ópera fue estrenada en el Teatro alla Scala el 17 de noviembre de 1839 con el título de Oberto, conte di San Bonifacio.

El éxito de Oberto fue clamoroso; tanto que el director de la Scala, Bartolomeo Merelli le ofreció a su autor un contrato para dos óperas más. La primera, Un giorno di regno fue una ópera cómica durante la composición de la cual, en 1840, murió Margherita, la esposa del compositor. A esta tragedia personal se sumó otra profesional: el Giorno resultó un lastimoso fracaso. Verdi estaba tan deprimido por estos acontecimientos que prometió no volver a componer nunca más.

Afortunadamente, hubo tres personas que lo hicieron desistir de esta decisión que hubiera sido fatal para la historia de la música. La primera de ellas fue el empresario Bartolomeo Merelli, quien prácticamente obligó a Verdi a que compusiese la segunda ópera estipulada en el contrato celebrado con el Teatro. La segunda fue Temistocle Solera, el libretista que había escrito el texto de Oberto y quien ahora insistía en que Verdi pusiera música a una obra que acababa de escribir basada en una pieza teatral francesa sobre un tema extraído del Antiguo Testamento. La tercera, y probablemente la decisiva, fue, una vez más, Giuseppina Strepponi, que quiso cantar un papel en la nueva ópera. Giuseppe, ahora viudo y sentimentalmente libre, simplemente no supo rechazar el ofrecimiento de la hermosa Giuseppina. De hecho, ella lo inspiró para crear uno de los personajes femeninos más fascinantes de toda la producción verdiana: Abigaille.

La ópera, por supuesto, fue Nabucco, y el éxito que gozó desde su estreno —el 9 de marzo de 1842— es de todos conocido. Decir que el coro de los esclavos, el celebérrimo Va pensiero, se convirtió en el himno de la unificación italiana es una hecho incontrovertible. El apabullante éxito de la ópera se debió, en buena medida, a la asociación que hacía el público italiano entre la historia del pueblo israelí, dominado por una potencia extranjera, y sus propias ambiciones nacionalistas. Pero también a las cualidades musicales y dramáticas de la obra, que hicieron de Nabucco la primera obra maestra del genio de Le Roncole.

Aunque el título de la obra se refiere a Nabucodonosor II, el rey caldeo de Babilonia, el peso del drama recae, tanto musical como dramáticamente, en Abigaille, una mujer de gran complejidad psicológica: apasionada, terriblemente cruel, pero en el fondo muy vulnerable, absolutamente acomplejada por el hecho de haber nacido esclava. Vocalmente, es una parte realmente ingrata, que exige el dominio de un registro amplísimo, famosa por destruir las voces de quien osa cantar el papel. Por ello son tan pocas cantantes se han atrevido a interpretar a Abigaille y más pocas las que lo han hecho con éxito. Aunque, por obvias razones, no existe un registro grabado de la voz de la Strepponi, las características vocales de este papel, cortado a su medida, nos dan una idea de sus habilidades técnicas, que debieron haber sido impresionantes.

Durante aquellas maravillosas funciones en La Scala, y más tarde en Viena y en Parma, Giuseppe y Giuseppina llegaron a conocerse a fondo, descubrieron las cualidades el uno del otro y empezaron a alimentar una atracción que alteraría para siempre la vida de ambos. Fue como si el fuera hacia arriba y ella hacia abajo por el camino de la vida y ambos se encontraran justamente a la mitad. Un poco como Brad Pitt y Cate Blanchett en El curioso caso de Benjamin Button.

Si para Verdi Nabucco representó el inicio de una carrera estratosférica, para la Stepponi marcó el final de la suya. Para 1842 su voz había empezado a declinar, acaso, como consecuencia de la mole de trabajo que la cantante aceptaba para mantener a su madre viuda y a sus tres hijos pequeños. En esa época, un crítico escribió sobre ella: “Por lo que atañe a la acción y al canto, esa buena artista ha hecho milagros, pero su voz necesita reposar y nosotros le rogamos que lo haga, por su bien y por el nuestro, porque deseamos tener en el escenario por mucho tiempo más a una cantante a la que tanto y por tan sobradas razones aplaudimos”.

Además, de sus dificultades materiales y profesionales, la prima donna tenía una vida privada particularmente borrascosa: estaba atrapada en una atormentada relación con el tenor Napoleone Moriani. El continuo deterioro de sus cuerdas vocales la obligó a espaciar cada vez más sus compromisos y la empujó hacia actuaciones en plazas cada vez más pequeñas y marginales, hasta que, en el mes de enero de 1846, cuando tenía apenas treinta años, decidió a ponerle fin a su carrera. Para su función de despedida eligió nada menos que el Nabucco.

Después de eso, Giuseppina rompió con Moriani y se instaló en París, donde se dedicó a dar clases de canto. A principios de 1847 tuvo lugar su tercer encuentro con Verdi, que había viajado a la Ciudad Luz para la reposición de su ópera I lombardi alla prima crociata que se estrenaría en francés con el título Jérusalem. En la partitura manuscrita de esta nueva versión pueden identificarse correcciones y notas en la caligrafía de la Strepponi, lo cual demuestra el gran respeto que el maestro sentía, ya desde entonces, por las aptitudes artísticas e intelectuales de la soprano. A partir de aquel encuentro, ya no volverían a separarse.

A principios de septiembre de 1849, Giuseppe, Giuseppina y los hijos de ésta se instalaron en el Palazzo Orlandi de Busetto, una pequeña ciudad en la región de Parma, donde el compositor había pasado los años de su adolescencia y juventud. La moral provinciana de Busseto no era tan relajada como la de París, y la llegada de la pareja de amantes, cuya unión no contaba con la bendición de la Iglesia, fue muy mal vista por las buenas conciencias de la ciudad. No obstante, Verdi no se dejó intimidar, como lo dejó claro en una carta escrita a Antonio Barezzi, su protector y el padre de su primera esposa:

En mi casa vive una señora libre e independiente, amante como yo de la vida solitaria, con una fortuna que la pone al abrigo de todas las necesidades. Ni ella ni yo tenemos que rendirle cuentas a nadie de nuestras acciones [...]. Yo diré que a ella, en mi casa, se le debe el mismo respeto, o, mejor dicho, más respeto que a mí, y a nadie le permitiré que se lo falte, por ningún motivo. Porque ella se merece todo el respeto, por su conducta y por su espíritu y por la consideración especial que siempre manifiesta hacia los demás.


Efectivamente, Giuseppina era una mujer digna de todo respeto y admiración. Con su gran experiencia de cantante, fue una colaboradora valiosa y de toda confianza para Verdi, pródiga en consejos y sugerencias. Ella misma describe su aportación en el proceso creativo del “mago”, como llamaba cariñosamente a Giuseppe, en una carta que le escribiera el 3 enero de 1853:

¿Y tú aún no has escrito nada? ¿Ves? No tienes a tu pobre Livello [en el dialecto de Lodi: persona molesta], en un rincón de la habitación, acurrucado en un sillón, diciéndote: “Eso es muy bonito, mago; eso no. Para; repite; eso es original.” Ahora, sin este pobre Livello, Dios te castiga y te obliga a esperar y a que te devanes los sesos, antes de que se abran las puertas de tu cabeza, para que salgan tus magníficas ideas musicales.

Se dice que el rechazo del que eran objeto los enamorados por parte de la mojigata sociedad decimonónica inspiró al compositor para escribir algunas de las páginas más hermosas de su célebre Traviata. Por fortuna, contrariamente a lo ocurrido en la ópera, en la vida real ningún barítono entró en escena para separar a la pareja. Nadie se presentó en Sant’Agata, la villa campestre donde convivían, para increpar a “madamigella Strepponi”. A diferencia de Alfredo y Violetta, Giuseppe y Giuseppina habrían de vivir juntos y felices por muchos años.

No fue sino hasta 1859, poco antes de que Verdi se lanzara como candidato a diputado por el distrito de Busseto, que la pareja decidió formalizar finalmente su unión, como una concesión a la sociedad. Se casaron el 29 de agosto, en la aldea de Collonges, al pie del monte Salève, en la Saboya piamontesa, casi en la frontera suiza. Los testigos fueron el cochero que los había llevado y el campanero de la iglesia.

Durante todos los años que duró su vida en común, nunca menguó la admiración mutua ni el amor del uno por el otro. Uno de los testimonios más tiernos de los sentimientos de Giuseppina está en una carta fechada el 5 de diciembre de 1860:

Te lo juro, y a ti no te costará creerlo: ¡yo muchas veces me sorprendo casi de que tú sepas música! Aunque este arte sea divino y aunque tu genio sea digno del arte que profesas, el talismán que me fascina y que yo adoro en ti es tu carácter, es tu honor, tu indulgencia hacia los errores de los demás, mientras que tú eres tan exigente contigo mismo. Tu caridad llena de pudor y de misterio, tu orgullosa independencia y tu sencillez de niño, cualidades, precisamente, de esa naturaleza tuya que supo conservar la salvaje virginidad de las ideas y de los sentimientos en medio de la cloaca humana. ¡Oh, Verdi mío, yo no soy digna de ti! Tu amor por mí es caridad, es un bálsamo para un corazón que, a veces, se pone muy triste, bajo las apariencias de la alegría. ¡Sigue amándome! ¡Ámame incluso después de que me muera, para que me presente ante la Justicia Divina, rica en tu amor y tus plegarias, oh, mi Redentor!

Finalmente, el 14 de noviembre de 1897, una bronquitis que se convirtió en pulmonía, cegó la vida de Giuseppina Verdi, la célebre Strepponi. Tenía ochenta y dos años de edad. Había convivido más de cincuenta con Verdi. Su amado “mago” la seguiría tres años después. Los restos de ambos reposan juntos en la cripta de la Casa di Riposo, una residencia para músicos ancianos fundada por el compositor, en las afueras de Milán.

viernes, 20 de febrero de 2009

Malestar

Dicen —y creo que bien puede ser cierto— que no existe memoria del dolor ni del malestar físico. Por eso quiero dejar una constancia escrita de cómo me siento ahora. Para que luego, cuando esté sano, haya algo que me recuerde cómo es sentirse así de enfermo y pueda dar gracias a la vida por el hecho, simple y maravilloso, de sentirme bien.

Ahora, ése no es el caso. Ahora me siento mal. Ahora me duele la garganta como si me hubiera tragado un alambre de púas y se hubiera quedado ahí, enroscado en mi faringe, clavándome sus espinas de metal cada vez que oso tragar saliva. Ahora me duele la espalda, me duelen los ojos, me duelen las piernas. Ahora siento que mi cabeza está llena de piedras, de piedras negras, densas y pesadas que ocupan todo el espacio disponible y no dejan circular el aire, ni la sangre ni nada. Ahora siento que ni todo el paracetamol ni todo el ácido acetilsalicílico del mundo serían suficientes para acallar los gritos de cada músculo de mi cuerpo, de cada centímetro de mi piel. Ahora tengo ganas de meterme a la cama, cerrar los ojos y ya no ver nada, ni sentir nada, ni saber nada. Nunca más. Ahora siento una sed insoportable que no puede ser saciada porque el solo pensar en deglutir cualquier líquido, y en el inevitable martirio que eso implicaría, me produce escalofríos. Aunque, de todas maneras, y además de todo, también tengo escalofríos.

Ya sé lo que está usted pensando, saludable lector. Casi puedo ver su ceja levantada al leer esto. Que soy un exagerado. Que a todos nos ha dado gripa y todos hemos sobrevivido. Que no es para tanto. Y eso sólo confirma mi hipótesis inicial: el malestar físico no tiene memoria.