jueves, 4 de junio de 2009

Bizarrías

This verbal class distinction
By now should be antique

-Prof. Henry Higgings

This verbal class distinction [...]
is less noticeable among the young,
not because of Thatcherism,
but because a universal pop-speak
has infected the whole generation,
along with a degree of inverted snobbery.
Children from the best schools are
apt to assume a kind of cockney accent:
but Etonian cockney, to the well-tuned ear,
is not the same as real cockney.
-Anthony Lejeune,
National Review.

Vivimos en una sociedad de castas, de clases sociales que coexisten pero no se mezclan entre sí, que se diferencian nítidamente la una de otra y cuyos miembros son fácilmente identificables. El motivo fundamental de la separación es económico (la relación que cada clase tiene con los medios de producción, diría el buen Marx) pero sus manifestaciones invaden los terrenos de lo cultural, lo moral, lo estético y hasta lo físico.

Uno de los síntomas más evidentes de los abismos que separan a una clase de otra, en cualquier sociedad vertical, es el lenguaje. Los pobres y los ricos no sólo compran cosas diferentes, padecen enfermedades diferentes, visten ropas diferentes, viven en barrios diferentes, mandan a sus hijos a escuelas diferentes, sino que también (y ésta es una de las barreras más difíciles de franquear) hablan de manera diferente. Y las razones son claras: la personas de menores recursos económicos tienen acceso a una educación de menor calidad y, por lo tanto, se expresan más pobremente. Del mismo modo, las élites económicas suelen coincidir con los grupos más cultos, más leídos, más viajados y que, en consecuencia, hablan mejor. Las clases altas se burlan de los errores gramaticales de los inmigrantes extranjeros, de los indígenas, de sus choferes, de sus cocineras, recamareras y jardineros, no porque sean errores, sino porque se identifican con un nivel socioeconómico.

En teoría, esto no ofrece ninguna complicación. Sin embargo, yo he observado un fenómeno que viene a complicar este sencillo esquema. Y ello consiste en que las clases altas —particularmente las crías de las clases altas— ya no se vanaglorian de su bien hablar sino que, por el contrario, incurren deliberadamente en salvajadas, vulgaridades y crímenes de leso castellano, precisamente como forma de identificación de clase. Lo peor es que las clases medias han empezado a imitar las barbaridades semánticas de la “gente bien” en su incansable afán de comportarse como ellos. Expresarse en forma incorrecta viene a ser algo así como manejar UN Audi convertible.

Es un claro síntoma de la decadencia de una sociedad: el error como símbolo de estátus.

Basta pararse afuera de un antro fresa a media noche y escuchar un fragmento de la conversación que sostienen las jóvenes bestezuelas que se apiñan frente a la puerta de entrada, para comprobar que las nuevas generaciones de oligarcas se comunican entre sí en un dialecto sencillo, de léxico muy escaso, y que guarda una similitud muy remota con el español.

Una muestra de lo anterior es la palabra “bizarro” o, más bien, el uso que hace la burguesía mexicana de la palabra “bizarro”. En buen castellano, el término es sinónimo de “valiente”, “generoso” o “espléndido” y no —repito: NO— de “extraño”, “raro” o “inusual”, como la gente insiste en emplearlo, en franco desafío de las leyes de la Real Academia. (Aquí cabe precisar que este empleo erróneo de la palabra “bizarro” empezó a difundirse a partir de un episodio de Los Superamigos transmitido en México a principios de los años ochenta, en la que aparecían un grupo de personajes contrahechos provenientes de un planeta llamado “Mundo Bizarro”, episodio que marcó en forma indeleble el vocabulario de los pequeños e inocentes televidentes). Un obrero o un campesino difícilmente emitirían un despropósito como “está haciendo un clima bastante bizarro”, frase que escuché hoy mismo en un elevador, por parte de un joven de traje inglés y zapatos italianos que, seguramente, se considera a sí mismo el paradigma del refinamiento y el buen gusto. Y seguramente, no quiso decir que el clima fuera valiente, generoso ni espléndido.

¡En fin! Todo sea por la diversidad cultural y lingüística de nuestro país.

miércoles, 3 de junio de 2009

Éramos ratones

temblando en un rincón de casa de mi madre, allá en la casa enorme de mi madre.
Mi madre, una princesa
sin príncipe y sin rey, ya entonces era frágil
como una veladora; su casa era un rincón adentro de su casa, donde, llena de miedo,
repartía a sus dos hijos
vestigios ínfimos de azúcar y de queso.

Siempre fuimos ratones
allá en la casa enorme de mi madre. Los tres nos ocultábamos en los resquicios,
soñando con veneno para ratas, pues éramos pequeños
e indeseables ratones, allá en la casa enorme de mi madre.

No sé quiénes serían los verdaderos dueños, de aquella casa enorme de mi madre.
Los verdaderos dueños de quien nos escondíamos
no sé quiénes serían, allá en la enorme casa
enorme de mi madre.
Acaso los ratones.

(Ésta entrega es un poema de mi hermano, Óscar de Pablo. Pero, como habla en alguna manera de mi propia historia, creo que tengo derecho a ponerlo en mi blog a benefifio de mis complacientes lectores)

viernes, 22 de mayo de 2009

Haydn

Yo soy una criatura esencialmente romántica: nos sentimos irremediablemente atraídos por aquellos personajes de la Historia que experimentaron grandes pasiones y grandes sufrimientos, aquellos que tuvieron que enfrentarse a la miseria, a la enfermedad o a la locura, ésos que tenían grandes manías o terribles adicciones, los que se rebelaron contra el sistema y padecieron la represión, la cárcel o la tortura y, sobre todo, los que tuvieron una muerte prematura. En cambio, aquellos personajes que disfrutaron de una existencia larga, tranquila y feliz, y que no incurrieron en ningún exceso, apenas despiertan nuestro interés. Por eso, cuando el editor de la revista me encargó una artículo sobre Franz Joseph Haydn, para conmemorar los 200 años de su muerte, sentí verdadera fiaca... Pero aún así lo escribí.

Resulta que Haydn nació en la aldea de Rohrau, a quince leguas de Viena, el 31 de marzo de 1732, y era hijo de un carpintero y herrero de nombre Mathias Haydn, cuyos principales ingresos provenían de reparar las carretas, carretillas y demás instrumentos de labranza del noble local, el conde de Harrach. Curiosamente, el pequeño Sepperl (como lo llamaban de cariño) que llegaría a ser una gran instrumentista, no mostró predilección ni virtuosismo por ningún instrumento en particular: entró en el mundo de la música como cantante. Cuando tenía ocho años, la belleza de su voz fue descubierta por el director del coro de la Catedral de San Esteban de Viena, quien hizo que lo admitieran en el coro y la escuela de la catedral, con lo cual el cabildo de la ciudad correría con los gastos de su manutención y educación musical.

Al cambiarle la voz, a los diecisiete años, fue despedido del coro y quedo sin medios de subsistencia. Aquél fue el único momento verdaderamente difícil en la vida del compositor: si no hubiera sido por la hospitalidad de un amigo que lo acogió en la bohardilla en la que habitaba hubiera tenido que vivir en la calle. Sin embargo, para su fortuna, durante sus años en San Esteban había adquirido una sólida formación musical que resultaría invaluable en su carrera como compositor. Pronto compuso sus y sus primeras cantatas, con las cuales llamó la atención de varias personalidades importantes del mundo musical vienés, como el famoso poeta y Metastasio y Nicola Porpora, el célebre maestro de Farinelli, quien lo tomó como una mezcla de sirviente y aprendiz. Poco a poco fue ganándose el favor de la aristocracia vienesa y se convirtió en uno de los compositores de moda de la ciudad. Hacia 1856 (el año en que nació Mozart) el joven Haydn era ya un invitado frecuente en los palacios de verano de los nobles austriacos.

Y es que, en el siglo XVIII, cuando el la clase media era poco más que un grupo de artesanos y tenderos, no existía en Europa un público suficientemente amplio que asistiera a los teatros o que comprara partituras impresas, por lo que el mecenazgo de la nobleza era indispensable para la subsistencia de los músicos. Los aristócratas reclutaban compositores para integrarlos al personal de sus palacios de forma apenas diferente a como contrataban a sus mayordomos, cocheros o cocineros. Incluso, en muchos casos, se les obligaba a portar la librea de la casa.

Era, evidentemente, una situación de subordinación. Pero de subordinación relativa. ¿Quién —salvo un puñado de historiadores especializados— recuerda las políticas de tal o cual ministro, la elegancia de tal dama, las batallas que libró tal general? Y, en cambio, las composiciones de Vivaldi, de Händel, de Bach, de Gluck, de Haydn y de Mozart son escuchadas hasta el día de hoy en la radio, en discos, en teatros y salas de concierto de todo el mundo, y los nombres de estos artistas son recordados con admiración y amor por millones de personas. Los nobles que los patrocinaron y que favorecieron la ceración de sus obras aportando los recursos materiales necesarios, son apenas una nota de pie de página en las biografías de los compositores. Es gracias a ellos que muchos soberbios aristócratas adquirieron su parcela de inmortalidad. Por eso vale la pena preguntarse: a fin de cuentas, ¿quién trabajaba para quién?

Esta situación iba a cambiar antes de lo que todos suponían, pero, en 1761, era claro que, si quería asegurarse un porvenir exitoso, Haydn necesitaba el patrocinio de una familia aristocrática y eso fue precisamente lo que obtuvo cuando el príncipe Paul Anton Esterházy lo contrató como vice-maestro de capilla (o Kappellmeister) de su palacio en Eisenstadt.

Los Esterházy de Galatha eran una antigua familia húngara, y una de las más ricas e influyentes del Imperio. Pasaban los inviernos en Viena y los veranos en alguno de los castillos de su propiedad y llevaban con ellos a toda su capilla (orquesta, coro y solistas… poco más de veinte músicos en total). La orquesta de los Esterházy brindó a Haydn la oportunidad de experimentar con la composición sinfónica, en la que hizo grandes desarrollos. No en vano ha sido bautizado “padre de la sinfonía”. De hecho, el primer encargo importante que recibió su nuevo patrón fueron tres sinfonías inspiradas en casa parte del día: la sexta (la mañana), la séptima (el mediodía) y la octava (la tarde).

Resulta simbólico que Haydn haya omitido componer una sinfonía sobre la noche. Y es que el compositor era un digno hijo de su siglo: el Siglo de las Luces. Una época marcada por una corriente artística —el clasicismo— que buscaba inspiración en los modelos de la Antigüedad griega y romana y rechazaba cualquier exageración o exceso. En cambio, tenía como ideales la naturalidad, la sobriedad, el orden, la claridad, y la armonía. La luz de la Razón iluminaba todas las formas de producción artística, la cual era creada más con el cerebro y menos con el corazón. La música de Haydn —y, en buena medida, también su vida— es un ejemplo paradigmático de esta corriente.

En 1762, murió el príncipe Paul Anton y fue sucedido por su hermano, Nicolaus llamado “el Magnífico”. El nuevo líder de la casa Esterházy, que había sido general del ejército austriaco durante la Guerra de los Siete Años, era un verdadero apasionado de la música. En su palacio de Estherhaza (un Versalles en pequeña escala a orillas del lago Neusiedler) hizo construir un teatro para quinientos espectadores en el que se representaban dos óperas y dos conciertos solemnes a la semana. Eso además de la música de cámara que se tocaba a todas horas en los distintos aposentos del palacio y de las composiciones especiales creadas para agasajar a los invitados ilustres. (Así, por ejemplo, con motivo de la visita de la emperatriz María Teresa en 1773, Haydn compuso su Sinfonía No. 50 y su ópera L’Infedelta Lelusa).

Con semejante demanda de música, a Haydn, que pronto fue ascendido al cargo de Kappelmeister, no le faltaba trabajo. Durante sus años al servicio de los Esterházy seguía una inquebrantable rutina diaria, que Stendhal describió así:

“Su vida fue uniforme y exclusivamente dedicada al trabajo. Se levantaba muy temprano, se vestía con toda pulcritud, se instalaba en una mesita junto a su piano y de ordinario lo sorprendía ahí la hora de la comida. Por la noche dirigía los ensayos o asistía a las representaciones de ópera que se celebraban cuatro veces por semana en el palacio del Príncipe. Algunas mañanas, muy pocas, las dedicaba a la caza. El poco tiempo que le quedaba libre lo pasaba con sus amigos o con la señora Polzelli. Tal fue la vida que llevó durante treinta años, y eso explica el número considerable de sus producciones”.

Cabe señalar que “la señora Pozelli” a la que se refería Stendhal era una soprano napolitana contratada por los Esterházy hacia 1779. Aunque tanto ella como Haydn estaban casados, sostuvieron una prolongada y bastante estable relación sentimental y según algunos biógrafos, tuvieron varios hijos. (¡Tan seriecito que se veía…!)

En fin, gracias a su personalidad extraordinariamente disciplinada y metódica, Haydn encontró tiempo para componer (según el catálogo Hoboken) 104 sinfonías, 25 divertimentos, 61cuartetos, 31 tríos y 6 dúos de cuerdas, 8 marchas, 62 sonatas para piano, 14 misas, 3 oratorios, 13 óperas, casi 50 conciertos para diversos instrumentos, aproximadamente 200 obras para barítono (una especie de trompeta, ahora en desuso, que era el instrumento favorito del Príncipe Nicolaus) y cientos de canciones, minuetos, allemandes, nocturnos, piezas sacras y profanas, óperas para marionetas y hasta música para relojes musicales.

No debe pensarse, por esta prodigiosa dedicación al trabajo de Haydn, que fuera un hombre serio o aburrido: por el contrario, tenía un sentido del humor brillante y refinado como su obra musical, del cual dan muestra innumerables anécdotas. Así, por ejemplo, en su sinfonía número 94, llamada La sorpresa, decidió "vengarse" de aquellos que acudían a sus conciertos sin demasiado interés. En el segundo movimiento, en un momento de intensidad piano, incorporó un inesperado fortissimo para despertar a los durmientes y sobresaltar a los distraídos. Otra muestra de la sutil irreverencia del compositor es su famosa sinfonía número 45 que Haydn compuso a manera de protesta por el hecho de que el Príncipe no concedió vacaciones a los músicos del palacio. En ella, los miembros de la orquesta van dejando de tocar paulatinamente y abandonando el escenario, uno tras otro, hasta que éste se queda vacío. Por eso se le conoce como “la Sinfonía de los Adioses”. Después de escucharla, el príncipe comprendió la indirecta y concedió a sus músicos la anhelada licencia.

La vena humorística de Haydn se expresa también en varias de sus óperas, entre las que destacan La canterina (La cantante) de 1766, Lo speziale (El boticario) de 1768 e Il mondo della Luna (El mundo de la luna) de 1777.

El 1781, en uno de sus infrecuentes viajes a la capital austriaca, Haydn tuvo la oportunidad de conocer a Mozart, de quien era ferviente admirador. Pese a la diferencia de edades (Haydn tenía cincuenta años y Mozart veinticinco) se volvieron amigos de inmediato. El compositor de Salzburgo le dedicó una serie de sonatas que hasta hoy se conocen como “sonatas Haydn”. Éste, por su parte, fue uno de los pocos contemporáneos que supo apreciar el genio de Mozart en toda su magnitud. Se dice que después de escuchar su Don Giovanni, Haydn no quiso volver a escribir óperas: la superioridad de Mozart en ese terreno era demasiado evidente.

Sin embargo, escribió piezas de música vocal verdaderamente geniales. A mí me gusta particularmente su cantata Arianna a Naxos compuesta en 1789, el año de la toma de la Bastilla.

En 1790 murió Nicolaus “el Magnífico”. Su primogénito y sucesor, el príncipe Anton Esterházy, no compartía la pasión de su padre por la música, por lo que de inmediato despidió a toda la orquesta (salvo a los instrumentos de viento, que le eran útiles para las cacerías). Sin embargo, sentía aprecio por Haydn por lo que le permitió conservar el título honorífico de Kappelmeister y le asignó una pensión vitalicia de 1,400 florines, sin que tuviera ya obligación alguna.

Viéndose libre después de treinta años al servicio de los Esterházy, Haydn aprovechó su nueva situación para efectuar dos giras en Londres, la primera de 1791 a 1792 y la segunda de 1794 a 1795. En Inglaterra recibió reconocimientos importantes, como un doctorado Honoris causa de la Universidad de Oxford. También tuvo la oportunidad de ver sus obras tocadas para públicos realmente amplios en teatros como el Covent Garden y el Drury Lane, que comparados con el reducido y aristocrático escenario de los Esterházy, resultaban multitudinarios. Fue ahí donde compuso sus últimas y más importantes sinfonías, mismas que servirían como modelo vinculante para la obra sinfónica de Mozart, Beethoven, Schubert, Rossini y Weber.

En el viaje de vuelta a Viena pasó por la ciudad de Bonn, en donde algunos amigos le presentaron a un tímido compositor local de veinte años que, según dijeron, “prometía mucho”. El joven le enseñó, muy nervioso, algunas de sus obras. Días más tarde, ya en Viena, Haydn le escribió animándolo a viajar a la capital. “Puesto que Mozart ha muerto, para desgracia de todos —le decía— ésta es la ocasión de que usted venga a ocupar el lugar que se merece”. Y así fue. El joven compositor se llamaba Ludwig van Beethoven.

Inspirado por los oratorios de Händel, que había escuchado en Inglaterra, Haydn había orientado su interés hacia las grandes composiciones sinfónico-corales. A este periodo pertenecen sus últimas misas, así como los oratorios Siete palabras del Salvador (1796), La Creación (1798) y Las Estaciones (1801). El texto de estos oratorios era del barón Van Swieten, el célebre benefactor de Mozart. Las ejecuciones públicas de estas obras en Viena significaron la consagración de la gloria Haydn en su propia patria.

El 31 de mayo de 1809, mientras los ejércitos napoleónicos ocupaban Viena y destruían a cañonazos el ancien régime, murió Franz Joseph Haydn. Con él se extinguía toda una época simple, plácida y refinada, una época de pelucas empolvadas y palacios rococó, la época de la Ilustración y del Clasicismo, el Siglo de las Luces, una era de la que Haydn fue el más digno representante. En su lugar, surgiría algo más complejo, más oscuro, más turbulento, incluso más violento. Algo que, con el tiempo, se llamaría Romanticismo.

Chale

Hoy cumplo treinta años... Chale.

martes, 21 de abril de 2009

Llueve

Está lloviendo.

Ni siquiera está lloviendo: más bien está cayendo un chipi-chipi bastante triste. Una de esas lloviznas tímidas y persistentes, que caen en la ciudad después de varios días de mucho calor, que llenan los coches de lodo.

Bueno, la verdad es que mi oficina no tiene ventanas, así que no sé si está lloviendo. Pero estoy oyendo una gymnopédie de Erik Satie (la número uno: lent et doloreux) y es como si estuviera lloviendo.

jueves, 26 de marzo de 2009

La Isla Bermeja

Acabo de enterarme de algo que me llenó de desazón (¿no les encanta la palabra “desazón”?). Resulta que a unas 100 millas al norte de la península de Yucatán, a la mitad del Golfo de México, había una isla —más bien un islote— pequeñajo y feliz, conocido como la Isla Bermeja. Y si uso el verbo haber en tiempo copretérito es porque no lo puedo usar en presente. La isla estaba ahí. Existía, tan sólida y tan rotunda como… bueno, como una isla. Dan testimonio de ello cientos de atlas, listados de islas, y mapas marítimos de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. La imagino cubierta de piedras rojizas (que le daban razón a su nombre) y poblada por varios cientos de palmeras, unos cuantos cangrejos, algunos pelícanos peregrinos, y quizá incluso una familia de iguanas. Y sin embargo, ya no existe. Ni las rocas rojizas, ni las palmeras, ni los pelícanos peregrinos, ni los cangrejos ni la hipotética familia de iguanas. No se sabe cómo ni cuando, la Isla Bermeja desapareció. Sí, así de simple. Desapareció.

No soy experto en geología, en oceanografía, en ufología, ni en ninguna de las ciencias ocultas que pudieran explicar la desaparición repentina de un pedazo de tierra que emergía plácidamente de las aguas. Pero me llena de incomodidad (si no de franco pánico) el hecho de que pueda dejar de emerger.

¿Habrá sido engullida por un tsunami? ¿Se habrá desmoronado como un gigantesco polvorón, remojado en leche? Nadie lo sabe. No falta quien ofrece teorías conspiracionales (con lo cual no quiero decir que sean falsas): Dicen que la marina de Estados Unidos la bombardeó para reducir el mar territorial y la plataforma continental de México, y así poder extraer libremente el abundante petróleo que se produce en esas regiones; dicen que Santa Anna (o algún otro gobernante igualmente simpático) se la vendió a un magnate, se embolsó las ganancias y destruyó todos los documentos que pudieran dar cuenta de su corrupción; dicen que, con el correr de los años y los siglos, los registros simplemente se traspapelaron en el infinito océano de los archivos oficiales, es decir, que la isla no dejó de existir: sencillamente se extravió. Ninguna de estas hipótesis me parece descabellada. Pero tampoco me brindan la paz mental que necesito.

Y es que, si una isla entera puede desaparecer así como así, ¿qué seguridad podemos esperar nosotros, simples e insignificantes mortal? El día menos pensado, podemos hundirnos en el mar, desmoronarnos, ser destruidos por cañoneros de la U.S. Navy y/o vendidos a algún millonario excéntrico... Y todos los expedientes, documentos, fotografías, cartas que demuestren que alguna vez existimos pueden perderse irremediablemente en las tenebrosas entrañas de algún archivo histórico.
Así es la vida.
Pobre Isla Bermeja. Pobres cangrejos. Pobres pelícanos peregrinos. Pobres de todos nosotros.

miércoles, 11 de marzo de 2009

A petición de Roberto... La Sonora Dinamita

La mañana del 21 de enero de 2002, en Cartagena de Indias, Colombia, murió Luis Guillermo Pérez Cedrón. Quizá a muchos de ustedes, inocentes lectores, ese nombre no les diga nada. Quizá no sepan que ese ere el verdadero nombre de Lucho Argáin, quien fue, muy posiblemente, el mejor compositor y arreglista de todos los tiempos y, además, el núcleo de la inmortal asociación que revolucionó la cumbia colombiana en toda América latina: la Sonora Dinamita.

Nacido en Cartagena, en 1927, Pérez Cedrón grabó su primer disco en 1959 después de firmar un contrato con el sello musical “Discos Fuentes”. Su propietario, el visionario productor discográfico Antonio Fuentes, tuvo la maravillosa iniciativa de reunir en una agrupación, bajo la dirección de Pérez Cedrón, a los principales compositores e interpretes de cumbia del país. Como ni el nombre ni los apellidos del compositor eran bastante sonoros ni originales, Fuentes le asignó un nombre artístico con el que pasaría a la historia: Lucho Argáin.

Faltaba por definir el nombre de la agrupación. La idea original —para mi gusto bastante acertada— fue llamarla la Sonora Buscapié. Lo de “sonora” era un fusil de la exitosísima orquesta cubana La Sonora Matancera y lo de “buscapié” era una alusión a lo explosivo de su música. Sin embargo, y considerando que quizá hubiera gente en algunas latitudes de nuestro grande e ignorante continente, no supiera qué cosa es un buscapié, el señor Fuentes decidió llamarla, en cambio, Sonora Dinamita.
Completaban la agrupación el canatante conocido como "El Chamaco", el pianista Lalo Montes, el baterista Clodomiro Montes, los trompetistas Saúl Torres y Ángel Mattos, el bajista Pedro Laza, el guitarrista Guillermo Martínez, el trecista (o sea, el que toca el tres) Gil Cantillo, el conguista (o sea, el que toca las congas) Enrique Bonfante y los coristas Poli y Mono Martínez. Como puede observarse, se trataba de un conjunto enteramente masculino. Sin embargo, desde el inicio, se contó con la participación de vocalistas femeninas.
Y es que, a decir verdad, la Sonora Dinamita no era un grupo musical propiamente dicho. Era más bien una asociación de artistas incluyente, difusa, fluida, libre. Un estado de ánimo, dirían algunos. Sus miembros nunca se reunieron para tocar sus éxitos en vivo: sólo se juntaban en estudios de grabación.

En 1960 salió su primer álbum de larga duración (elepé, se le llamaba entonces): Ritmo, al que pertenecen las canciones “Yo la ví”, “Si la vieran” y “Mayen raye”, todas autoría de Argáin. Dado el éxito de este primer álbum, pronto le siguieron Fiesta en el Caribe (1961) y Dinamita (1962). Como todas las utopías, la Sonora Dinamita no resistió el peso de la realidad, por los que se desintegró en 1963.

No obstante, un concepto tan maravilloso no podía morir así como así. Quedó latente en la memoria y en el corazón de los aficionados a la cumbia no sólo de Colombia y Venezuela, donde se comercializaron sus discos, sino también, sorprendentemente, en México. (La popularidad de la banda en este país era tan grande, durante los años sesenta, que en 1968 se publicó ahí su primera compilación de “Grandes éxitos”). Fue por eso que, en 1977 Antonio Fuentes volvió a buscar a Lucho Argáin y lo convenció para que volver a formar la agrupación. El primer álbum de la resucitada agrupación (cuarto, si contamos desde el inicio) se llamó La explosiva Sonora Dinamita e incluía el éxito "El Montón".

Esta vez, no querían que el éxito de la Sonora dinamita quedara circunscrito a las fronteras de Colombia, por lo que, en 1979 emprendieron una gira por México donde su música causó verdadero furor. En particular la inmortal canción “Se me perdió la cadenita” (el perteneciente al álbum Meneíto) fue un éxito sin precedentes: no hubo sonidero ni boda en donde no se bailara.

La década de los ochenta fue, sin duda, la más exitosa y prolífica de la agrupación. En esa época dorada grabaron varios temas con las voces de los más grandes cantantes de Colombia como vocalistas invitados como Rodolfo Aicardi ("María Cristina"), Anny ("Cómo hago con mi marido"), John Jairo ("Llegó el timbal"), Melyda Yara, mejor conocida como la India Meliyará ("Mi cucu") y mi favorita personal: Margarita Vázquez ("Capullo y Sorullo", "Que nadie sepa mi sufrir", y la inmortal "A mover la colita").

Gran parte del éxito de la Sonora Dinamita —todo hay que decirlo— se debió al apoyo brindado por la cadena Televisa, y a su aparición frecuente en programas como Siempre en domingo y Mala noche no.

Pero los dioses de la televisión son veleidosos. A principios de la década de los noventa, Televisa retirpó su apoyo a la Sonora para dárselo a bandas mexicanas como Bronco, Los Temerarios, Los Ángeles Azules, que tocaban su propia versión —en mi muy humilde opinión, bastante más vulgar que el original— del género cumbiero (un subgénero denominado, sin mucha imaginación “cumbia mexicana”). Poco después, varios países del continente se puso de moda una aberración pseudo-musical, originaria de Perú, denominada “tecno-cumbia”. El resultado inmediato fue una caída casi vertical en las ventas de los discos de la Sonora Dinamita. Para colmo, en 1993 una banda con base en Miami tuvo el atrevimiento de adoptar el nombre de “Sonora Dinamita” e incluso incluir en su repertorio varias de las canciones de Lucho Argáin, como la inmortal “Se me perdió la cadenita”, lo cual también contribuyó al declive en las ventas.

El golpe final fue cuando en 1998, Discos Peerless, la empresa que había comercializado con tanto éxito los discos de la Sonora en México, entró en crisis y finalmente despareció. Para entonces, Lucho Argáin llevaba varios años sin componer una canción nueva: la Sonora se sostenía únicamente por la venta de discos que compilaban éxitos del pasado. (Algunos de los títulos de estas compliaciones que todo buen anfitrión debe tener en su gabinete para amenizar sus fiestas son: Picante y caliente, Pegaditas de oro, La mera mera, Yo soy la cumbia, y la inolvidable Navidades con la Sonora Dinamita).

Éste era el estado de las cosas cuando, en enero de 2002, murió lo que en Lucho Argáin había de mortal. A partir de entonces, y como homenaje póstumo a su genial fundador, la agrupación cambió su nombre a La Sonora Dinamita de Lucho Argáin.

Para que no digan que sólo escribo de ópera…

martes, 24 de febrero de 2009

Una historia de amor

Cuando se conocieron, él tenía veintiséis años; ella veinticuatro. Él era un compositor prácticamente desconocido; ella era famosa internacionalmente por su belleza y por su voz. Él estaba casado con una sencilla mujercita del pueblo de Busseto; ella, a quien nadie hubiera calificado de “sencilla” ni de “mujercita” era célebre por el número y por el rango de los amantes que desfilaban por su camerino. Él nunca había estrenado una ópera, ella había cantado en más de cuarenta. Él, que estaba en una situación económica poco menos que desesperada, necesitaba que se produjera su ópera, misma que ya había sido rechazada por el Teatro Ducal de Parma; ella, como primera soprano de La Scala de Milán, estaba en condiciones de elegir qué se representaba y qué no en el teatro. Él la admiraba profundamente; ella jamás había escuchado mencionar su nombre. Él se llamaba Giuseppe Verdi; ella, Giuseppina Strepponi.

Dadas las circunstancias, la aprobación de la ópera por parte de la Strepponi era crucial. Cuando Pietro Massini, director de la Sociedad Filarmónica de Milán, le entregó a la diva la partitura preliminar, ésta accedió a leerla con escepticismo. Sin embargo, al ir hojeando el manuscrito, su desconfianza se convirtió en interés y después en decidido entusiasmo. Como mujer inteligente y sensible, y con una larga experiencia como cantante de ópera, pudo darse cuenta de que se trataba de un trabajo, si no genial, sí inmensamente prometedor. Así, gracias a la determinación de la prima donna la ópera fue estrenada en el Teatro alla Scala el 17 de noviembre de 1839 con el título de Oberto, conte di San Bonifacio.

El éxito de Oberto fue clamoroso; tanto que el director de la Scala, Bartolomeo Merelli le ofreció a su autor un contrato para dos óperas más. La primera, Un giorno di regno fue una ópera cómica durante la composición de la cual, en 1840, murió Margherita, la esposa del compositor. A esta tragedia personal se sumó otra profesional: el Giorno resultó un lastimoso fracaso. Verdi estaba tan deprimido por estos acontecimientos que prometió no volver a componer nunca más.

Afortunadamente, hubo tres personas que lo hicieron desistir de esta decisión que hubiera sido fatal para la historia de la música. La primera de ellas fue el empresario Bartolomeo Merelli, quien prácticamente obligó a Verdi a que compusiese la segunda ópera estipulada en el contrato celebrado con el Teatro. La segunda fue Temistocle Solera, el libretista que había escrito el texto de Oberto y quien ahora insistía en que Verdi pusiera música a una obra que acababa de escribir basada en una pieza teatral francesa sobre un tema extraído del Antiguo Testamento. La tercera, y probablemente la decisiva, fue, una vez más, Giuseppina Strepponi, que quiso cantar un papel en la nueva ópera. Giuseppe, ahora viudo y sentimentalmente libre, simplemente no supo rechazar el ofrecimiento de la hermosa Giuseppina. De hecho, ella lo inspiró para crear uno de los personajes femeninos más fascinantes de toda la producción verdiana: Abigaille.

La ópera, por supuesto, fue Nabucco, y el éxito que gozó desde su estreno —el 9 de marzo de 1842— es de todos conocido. Decir que el coro de los esclavos, el celebérrimo Va pensiero, se convirtió en el himno de la unificación italiana es una hecho incontrovertible. El apabullante éxito de la ópera se debió, en buena medida, a la asociación que hacía el público italiano entre la historia del pueblo israelí, dominado por una potencia extranjera, y sus propias ambiciones nacionalistas. Pero también a las cualidades musicales y dramáticas de la obra, que hicieron de Nabucco la primera obra maestra del genio de Le Roncole.

Aunque el título de la obra se refiere a Nabucodonosor II, el rey caldeo de Babilonia, el peso del drama recae, tanto musical como dramáticamente, en Abigaille, una mujer de gran complejidad psicológica: apasionada, terriblemente cruel, pero en el fondo muy vulnerable, absolutamente acomplejada por el hecho de haber nacido esclava. Vocalmente, es una parte realmente ingrata, que exige el dominio de un registro amplísimo, famosa por destruir las voces de quien osa cantar el papel. Por ello son tan pocas cantantes se han atrevido a interpretar a Abigaille y más pocas las que lo han hecho con éxito. Aunque, por obvias razones, no existe un registro grabado de la voz de la Strepponi, las características vocales de este papel, cortado a su medida, nos dan una idea de sus habilidades técnicas, que debieron haber sido impresionantes.

Durante aquellas maravillosas funciones en La Scala, y más tarde en Viena y en Parma, Giuseppe y Giuseppina llegaron a conocerse a fondo, descubrieron las cualidades el uno del otro y empezaron a alimentar una atracción que alteraría para siempre la vida de ambos. Fue como si el fuera hacia arriba y ella hacia abajo por el camino de la vida y ambos se encontraran justamente a la mitad. Un poco como Brad Pitt y Cate Blanchett en El curioso caso de Benjamin Button.

Si para Verdi Nabucco representó el inicio de una carrera estratosférica, para la Stepponi marcó el final de la suya. Para 1842 su voz había empezado a declinar, acaso, como consecuencia de la mole de trabajo que la cantante aceptaba para mantener a su madre viuda y a sus tres hijos pequeños. En esa época, un crítico escribió sobre ella: “Por lo que atañe a la acción y al canto, esa buena artista ha hecho milagros, pero su voz necesita reposar y nosotros le rogamos que lo haga, por su bien y por el nuestro, porque deseamos tener en el escenario por mucho tiempo más a una cantante a la que tanto y por tan sobradas razones aplaudimos”.

Además, de sus dificultades materiales y profesionales, la prima donna tenía una vida privada particularmente borrascosa: estaba atrapada en una atormentada relación con el tenor Napoleone Moriani. El continuo deterioro de sus cuerdas vocales la obligó a espaciar cada vez más sus compromisos y la empujó hacia actuaciones en plazas cada vez más pequeñas y marginales, hasta que, en el mes de enero de 1846, cuando tenía apenas treinta años, decidió a ponerle fin a su carrera. Para su función de despedida eligió nada menos que el Nabucco.

Después de eso, Giuseppina rompió con Moriani y se instaló en París, donde se dedicó a dar clases de canto. A principios de 1847 tuvo lugar su tercer encuentro con Verdi, que había viajado a la Ciudad Luz para la reposición de su ópera I lombardi alla prima crociata que se estrenaría en francés con el título Jérusalem. En la partitura manuscrita de esta nueva versión pueden identificarse correcciones y notas en la caligrafía de la Strepponi, lo cual demuestra el gran respeto que el maestro sentía, ya desde entonces, por las aptitudes artísticas e intelectuales de la soprano. A partir de aquel encuentro, ya no volverían a separarse.

A principios de septiembre de 1849, Giuseppe, Giuseppina y los hijos de ésta se instalaron en el Palazzo Orlandi de Busetto, una pequeña ciudad en la región de Parma, donde el compositor había pasado los años de su adolescencia y juventud. La moral provinciana de Busseto no era tan relajada como la de París, y la llegada de la pareja de amantes, cuya unión no contaba con la bendición de la Iglesia, fue muy mal vista por las buenas conciencias de la ciudad. No obstante, Verdi no se dejó intimidar, como lo dejó claro en una carta escrita a Antonio Barezzi, su protector y el padre de su primera esposa:

En mi casa vive una señora libre e independiente, amante como yo de la vida solitaria, con una fortuna que la pone al abrigo de todas las necesidades. Ni ella ni yo tenemos que rendirle cuentas a nadie de nuestras acciones [...]. Yo diré que a ella, en mi casa, se le debe el mismo respeto, o, mejor dicho, más respeto que a mí, y a nadie le permitiré que se lo falte, por ningún motivo. Porque ella se merece todo el respeto, por su conducta y por su espíritu y por la consideración especial que siempre manifiesta hacia los demás.


Efectivamente, Giuseppina era una mujer digna de todo respeto y admiración. Con su gran experiencia de cantante, fue una colaboradora valiosa y de toda confianza para Verdi, pródiga en consejos y sugerencias. Ella misma describe su aportación en el proceso creativo del “mago”, como llamaba cariñosamente a Giuseppe, en una carta que le escribiera el 3 enero de 1853:

¿Y tú aún no has escrito nada? ¿Ves? No tienes a tu pobre Livello [en el dialecto de Lodi: persona molesta], en un rincón de la habitación, acurrucado en un sillón, diciéndote: “Eso es muy bonito, mago; eso no. Para; repite; eso es original.” Ahora, sin este pobre Livello, Dios te castiga y te obliga a esperar y a que te devanes los sesos, antes de que se abran las puertas de tu cabeza, para que salgan tus magníficas ideas musicales.

Se dice que el rechazo del que eran objeto los enamorados por parte de la mojigata sociedad decimonónica inspiró al compositor para escribir algunas de las páginas más hermosas de su célebre Traviata. Por fortuna, contrariamente a lo ocurrido en la ópera, en la vida real ningún barítono entró en escena para separar a la pareja. Nadie se presentó en Sant’Agata, la villa campestre donde convivían, para increpar a “madamigella Strepponi”. A diferencia de Alfredo y Violetta, Giuseppe y Giuseppina habrían de vivir juntos y felices por muchos años.

No fue sino hasta 1859, poco antes de que Verdi se lanzara como candidato a diputado por el distrito de Busseto, que la pareja decidió formalizar finalmente su unión, como una concesión a la sociedad. Se casaron el 29 de agosto, en la aldea de Collonges, al pie del monte Salève, en la Saboya piamontesa, casi en la frontera suiza. Los testigos fueron el cochero que los había llevado y el campanero de la iglesia.

Durante todos los años que duró su vida en común, nunca menguó la admiración mutua ni el amor del uno por el otro. Uno de los testimonios más tiernos de los sentimientos de Giuseppina está en una carta fechada el 5 de diciembre de 1860:

Te lo juro, y a ti no te costará creerlo: ¡yo muchas veces me sorprendo casi de que tú sepas música! Aunque este arte sea divino y aunque tu genio sea digno del arte que profesas, el talismán que me fascina y que yo adoro en ti es tu carácter, es tu honor, tu indulgencia hacia los errores de los demás, mientras que tú eres tan exigente contigo mismo. Tu caridad llena de pudor y de misterio, tu orgullosa independencia y tu sencillez de niño, cualidades, precisamente, de esa naturaleza tuya que supo conservar la salvaje virginidad de las ideas y de los sentimientos en medio de la cloaca humana. ¡Oh, Verdi mío, yo no soy digna de ti! Tu amor por mí es caridad, es un bálsamo para un corazón que, a veces, se pone muy triste, bajo las apariencias de la alegría. ¡Sigue amándome! ¡Ámame incluso después de que me muera, para que me presente ante la Justicia Divina, rica en tu amor y tus plegarias, oh, mi Redentor!

Finalmente, el 14 de noviembre de 1897, una bronquitis que se convirtió en pulmonía, cegó la vida de Giuseppina Verdi, la célebre Strepponi. Tenía ochenta y dos años de edad. Había convivido más de cincuenta con Verdi. Su amado “mago” la seguiría tres años después. Los restos de ambos reposan juntos en la cripta de la Casa di Riposo, una residencia para músicos ancianos fundada por el compositor, en las afueras de Milán.

viernes, 20 de febrero de 2009

Malestar

Dicen —y creo que bien puede ser cierto— que no existe memoria del dolor ni del malestar físico. Por eso quiero dejar una constancia escrita de cómo me siento ahora. Para que luego, cuando esté sano, haya algo que me recuerde cómo es sentirse así de enfermo y pueda dar gracias a la vida por el hecho, simple y maravilloso, de sentirme bien.

Ahora, ése no es el caso. Ahora me siento mal. Ahora me duele la garganta como si me hubiera tragado un alambre de púas y se hubiera quedado ahí, enroscado en mi faringe, clavándome sus espinas de metal cada vez que oso tragar saliva. Ahora me duele la espalda, me duelen los ojos, me duelen las piernas. Ahora siento que mi cabeza está llena de piedras, de piedras negras, densas y pesadas que ocupan todo el espacio disponible y no dejan circular el aire, ni la sangre ni nada. Ahora siento que ni todo el paracetamol ni todo el ácido acetilsalicílico del mundo serían suficientes para acallar los gritos de cada músculo de mi cuerpo, de cada centímetro de mi piel. Ahora tengo ganas de meterme a la cama, cerrar los ojos y ya no ver nada, ni sentir nada, ni saber nada. Nunca más. Ahora siento una sed insoportable que no puede ser saciada porque el solo pensar en deglutir cualquier líquido, y en el inevitable martirio que eso implicaría, me produce escalofríos. Aunque, de todas maneras, y además de todo, también tengo escalofríos.

Ya sé lo que está usted pensando, saludable lector. Casi puedo ver su ceja levantada al leer esto. Que soy un exagerado. Que a todos nos ha dado gripa y todos hemos sobrevivido. Que no es para tanto. Y eso sólo confirma mi hipótesis inicial: el malestar físico no tiene memoria.

viernes, 23 de enero de 2009

Boxeadores

Ok, reconozco que no sé absolutamente nada de boxeo (salvo que las reglas del deporte, tal como se practica hasta la actualidad, fueron creadas por el marqués de Queensberry, padre de Lord Alfred Douglas “Bosie” y enemigo mortal de Oscar Wilde). Pero mi intuición me dice que los púgiles deberían tener apodos o sobrenombres que sirvan para infundir miedo o respeto a sus oponentes, como “el Gigante”, “el Demoledor”, “el Coloso”, "la Ametralladora", cosas así.

Sin embargo, encuentro que algunos de los más famosos boxeadores mexicanos son conocidos de la siguiente manera: Ricardo “Finito” López, José “Pipino” Cuevas y —mi favorito personal— Humberto “la Chiquita” González.

Estoy consciente de que los boxeadores mexicanos no se caracterizan por sus grandes dimensiones físicas, y que la mayoría están clasificados en categorías de peso pluma o mosca, pero… ¿¿¿Finito??? ¿¿¿Pipino??? ¿¿¿la Chiquita??? ¡Por Dios! ¿ A quién pretenden intimidar con esos apodos?

No sé si debería sentirme indignado por esta muestra de baja autoestima por parte de los deportistas mexicanos, o si más bien debería admirarlos por este orgulloso y honesto reconocimiento de sus limitaciones físicas. Creo que no haré ni lo uno ni lo otro y me limitaré a reírme de estos apelativos tan jocosos que designan a nuestros heroicos combatientes.

miércoles, 14 de enero de 2009

Habanera a dos voces (Aviso publicitario)

La “Habanera” es un tipo de canción de ritmo lento y compás cuaternario que se puso de moda en Europa a mediados del siglo XIX. Es un tipo de música de “ida y vuelta”, creada por los colonos, marineros y comerciantes españoles que pasaron su juventud en Cuba —cuando ésta era todavía una colonia de España— y luego volvieron a la metrópoli, cargados de riquezas y de recuerdos de la isla caribeña. De regreso en la península, estas melodías de cadencias suavesque recuerdan tanto al ritmo del mar, se hicieron inmensamente populares. La Habanera más conocida, es, por supuesto, la que Bizet insertó en la célebre ópera Carmen. Dada la historia de este género musical, no es de extrañar que la sola palabra “habanera” evoque siempre, no sin algo de nostalgia, un ambiente de sensualidad, de luz del sol, de alegría, de calor caribeño o mediterráneo.

Por eso “Habanera a dos voces” es el título ideal para el recital que va a presentarse el sábado 31 de enero, a las seis de la tarde, va a presentarse en la Sala Manuel María Ponce del Palacio de Bellas Artes. Sus intérpretes serán dos artistas excepcionales: la soprano Luz Angélica Uribe y el contratenor Héctor Sosa, que ya en varias ocasiones han unido sus talentos en el Dueto Contravoce. Esta vez canatrán acompañados, al piano, por el maestro Carlos Alberto Pecero.

El programa, como sugiere su título, es sensual, lánguido, casi tropical, provocativo, voluptuoso, festivo, y algo nostálgico. Incluye canciones seductoras, románticas barcarolas, pegajosas tarantelas, de compositores como Henry Purcell (1659-1695), Gioachino Rossini (1782-1868), Charles Gounod (1818-1893), Gabriel Fauré (1845-1924) y Camille Saint-Saëns (1835-1921).

Además, la pieza central —y la que le da nombre al recital— es una “habanera” compuesta ni más ni menos que por Pauline Viardot (1821-1910), la celebérrima mezzo-soprano del siglo XIX. Hija del famoso tenor español Manuel García, hermana de la diva María Malibrán y del influyente maestro de canto Manuel Vicente García, la Viardot fue una de las cantantes más exitosas de su época. Pero además (y esto es algo que muchos ignoran) fue una compositora prolífica y —como queda demostrado por su habanera— enormemente talentosa. Su obra es doblemente meritoria si se consideran las dificultades a las que tuvo que enfrentarse, siendo mujer, en el ámbito de la composición musical de su época.

Además de las características ya mencionadas, las obras que componen el programa requieren un nivel de dominio técnico y de un virtuosismo vocal que pocos cantantes logran alcanzar. Por eso, poder escucharlo con dos voces tan especiales como las de Luz Angélica Uribe y Héctor Sosa, es una oportunidad que por ningún motivo debe dejarse pasar.

Repito: el recital será el sábado 31 de enero a las 18:00 horas en la Sala Manuel María Ponce del Palacio de Bellas Artes. El boleto cuesta veinte miserables pesos (diez para estudiantes y maestros).

viernes, 9 de enero de 2009

Cacahuates japoneses

La semilla de la planta arachys hipogea que los aztecas bautizaron como “cacahaute” y los tainos como “maní” es, obviamente, un producto de origen americano. A diferencia de lo ocurrido con la papa, el cacao o el tomate, el cachuate no fue apreciado en su justo valor por los conquistadores europeos. De hecho, en las famosas juntas de Valladolid celebradas en 1550 con el objeto de determinar si los nativos americanos tenían o no alma (y, lo que era más importante, si podían o no ser esclavizados) se usó como argumento para probar su naturaleza animal el hecho de que comieran ese repulsivo alimento, claramente no creado por la Providencia para consumo humano. Para demostrar lo contrario, y haciendo acopio de gran valentía, el gran defensor de los indígenas, Fray Bartolomé de Las Casas extrajo de su bolso uno de estos frutos, le quitó su áspera corteza y, ante el escándalo y la repugnancia de los teólogos y filósofos ahí reunidos, se lo metió a la boca, lo masticó e incluso lo deglutió. Hasta la fecha, el maní no ha logrado conquistar el gusto del Viejo Continente: de hecho, es prácticamente imposible conseguir una lata de crema de cacachuate en algún supermercado europeo.

Francamente, no puedo entender la razón de esta discriminación: el cacahuate no me parece en modo alguno inferior a cualquiera de sus parientes más populares en el mundo, como la nuez, la avellana o la almendra.

Dicho lo anterior, hay que aclarar que los llamados “cacahuates japoneses” no son tales, sino que fueron inventados en México. (Para muchos, esto debe ser un hecho obvio, pero cuando yo lo descubrí me causó una inmensa sorpresa).

La historia es la siguiente: En 1945 un inmigrante japonés llamado Yoshigei Nakatani tuvo la brillante idea de recubrir los cacachuates con una mezcla a base de salsa de soya que, al secarse, adquiere una consistencia crocante. Nakatami elaboraba su genial invento en un taller del mercado de la Merced y desde ahí salía, empujando una carretilla o “diablito” distribuyendo el producto a varios mayoristas del mercado y la Central de Abastos.

En 1975, dado el enorme éxito que para entonces había adquirido esta botana, Armando Nakatami, (hijo del señor Nakatami) no tan creativo como su padre, pero con mejor ojo para los negocios, tuvo la idea de registrar la marca del producto con el nombre de Nipón y así poder empaquetarlo en bolsitas de plástico y venderlo directamente a los consumidores. Fue así como muchos de nosotros probamos por primera vez esta deliciosa y crujiente golosina, verdadero homenaje al multiculturalismo y a la unión entre los pueblos.

Sin embargo, desgraciadamente (y es que hasta el pobre e inocente cacachuate japonés tiene algo de tragedia en su historia) a ningún miembro de la familia Nakatami se le ocurrió patentar el nombre del producto ni —lo que es peor— su receta. Al darse cuenta de esta omisión, hacia 1980, otras empresas empezaron a fabricar sus propios cacahuates japoneses. Las leyes del mercado son inflexibles: las grandes transnacionales pudieron producir y distribuir sus cacahuates con mucha mayor eficiencia y con mucho menores costos que la humilde empresa Nipón, la cual fue incapaz de competir con gigantes botaneros como Sabritas y Barcel. Así, a pesar de ser los descendientes directos del creador del cacahuate japonés, los propietarios de Nipón están a punto de declarar su empresa en quiebra.

La Globalización, como la Fortuna, es una diosa caprichosa.

Lo curioso es que, hasta la fecha, la fórmula del cacahuate japonés no ha sido patentada. Así que cualquier día de estos, algún listo va, la patenta a su nombre y se hace millonario. (Si ese listo resulta ser alguno de mis lectores, espero que me pase una comisión por darle la idea)

Für Elise


Ayer marcharon por las calles del centro de Saltillo aproximadamente cuatrocientas personas, cada una llevando una vela encendida en la mano, para protestar y exigir justicia por la muerte de la cocinera regiomontana (los medios insisten en llamarla “la joven chef”, aunque, hasta donde yo sé, no era jefa de cocina de ningún restaurante) Elisa Loyo, ocurrida en un hotel de Filipinas el pasado 26 de diciembre. La manifestación se denominó “Justicia para Elisa”

La lacrimógena reseña de El Siglo de Torreón dice así: “En punto de las 6:30 de la tarde inició la marcha en un silencio que conmovió a todos los asistentes, algunos curiosos salían de los locales comerciales y se iban uniendo en el recorrido, la marcha culminó en la Plaza de Armas, donde todos se unieron en un solo canto, en oración y recordaron con 26 campanadas que Elisa hubiera cumplido ayer 26 años. Su hermana Cecy [sic] interpretó a piano el tema Para Elisa de Beethoven, además su prima hizo una reseña y su mejor amiga compartió una emotiva carta que le escribió.”

Que quede claro: no me parece mal que los familiares y amigos de la señorita Loyo demuestren así su dolor y su rabia por la ineficacia de las autoridades filipinas para resolver el crimen. Lo que me resulta pasmoso es que el asesinato de una sola persona haya provocado una manifestación de cuatrocientas, mientras que la masacre de setecientos sesenta y ocho (y contando) hombres, mujeres y niños palestinos en Gaza no haya provocado —hasta donde yo estoy enterado— ni una triste marcha en ninguna ciudad del país. ¿Por qué para ellos no se han prendido velas? ¿Por qué no han sonado las campanas de ninguna iglesia por cada uno de los años de las víctimas que, en conjunto, deben sumar varios milenios? ¿Que no merecen, ellos también, justicia? ¿Acaso a nadie le causa indignación la tibia respuesta del gobierno mexicano como miembro no permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas?

Según mis cuentas (muy probablemente erradas, dada mi conocida estupidez aritmética), si por cada una de las víctimas de los ataques israelíes en Gaza salieran a la calle cuatrocientas personas, se formaría un contingente de 307,200 manifestantes. Cantidad que ya puede ser calificada de multitudinaria.

Claro los palestinos de Gaza no murieron, como Elisa, en “circunstancias sospechosas” Más bien fueron claras, dolorosamente claras. (Nadie ha sostenido que se trató de un suicido colectivo). Tampoco es probable que ninguno de ellos tuviera estudios culinarios en una prestigiosa escuela canadiense ni un porvenir prometedor en el mundo de la hotelería internacional. Lo que sí es cierto es que muchos de ellos eran también jóvenes, varios mucho más jóvenes que nuestra Elisita. Por último, creo que ninguno de ellos tenía amigos, primos o hermanas que toquen Para Elisa en Saltillo ni en ninguna otra ciudad mexicana. Pero aún así, ¿no podemos sentir ni una poco de indignación por tanta muerte absurda, por tanto dolor deliberadamente infringido en personas inocentes, por el simple hecho de que no conocemos personalmente a ninguna de las víctimas? ¿No podemos condolernos del sufrimiento de los mutilados, de las viudas, de los huérfanos, sencillamente porque no son mexicanos? ¿Somos incapaces de sentir la impotencia, la miseria, el horror ajenos? No sé sí nos falta generosidad, o simplemente nos falta imaginación, lo cual sería todavía más triste.

Si alguien sabe de una manifestación en protesta por los bombardeos y ataques terrestres a la franja de Gaza, por favor avíseme. Yo no sé tocar Para Elisa (y, para el caso, tampoco ninguna otra melodía, como no sea Los Changuitos), pero sí puedo salir a la calle, sí puedo marchar, sí puedo lanzarle zapatos a la embajada americana, sí puedo mentarle la madre al ministro Ehud Olmert (el pendejo que aseguró que iba a tratar “con mano de hierro al terrorismo y con guante de seda a la población civil”). Y sí, también puedo llorar.

miércoles, 7 de enero de 2009

Confesión

En general he dedicado este blog a señalar defectos ajenos ya criticar a diversas personas e instituciones: desde Puccini hasta la Comisión Nacional del Agua, desde los diminutivos hasta la Iglesia Católica, pasando por Karita Mattila, El Colegio de México y un largo etcétera. Pero hoy me propongo hacer algo diferente, para variar, y hablar de mis propias faltas y culpas.

Tal vez esta iniciativa, tan claramente perjudicial para mi reputación, tan cercana a un suicidio de mi autoestima, se deba al espíritu de reflexión e introspección que predomina en esta época en que termina diciembre de un año y empieza enero del siguiente (se cierran ciclos, dirían algunos cursis); tal vez sea resultado de mi formación católica, según la cual para expiar los pecados hay que confesarlos; o tal vez, simplemente, se deba a que mi psicoanalista está de vacaciones y necesito descargar mi conciencia como medida de higiene mental.

Es importante aclarar que no me siento en ninguna medida orgulloso de los pecados que voy a confesar a continuación: estoy plenamente consiente de que son faltas graves contra la dignidad humana, el medio ambiente o el buen gusto. Por ello pido perdón con toda humildad, con toda vergüenza y con la esperanza de no caer de la gracia de mis lectores.

Ahí les voy. Ave María Purísima. Sin pecado concebida…

  • Confieso que cuando alguien me pregunta si he leído un libro trascendental para la cultura universal como “La guerra y la paz” o “En busca del tiempo perdido”, invariablemente respondo que sí, aunque muy rara vez sea cierto.
  • Confieso que nunca me han gustado las películas de David Lynch.
  • Confieso que me preocupan más los avatares de la carrera de Britney Spears que la crisis financiera internacional.
  • Confieso que si se me acerca un voluntario de Greenpeace o de Amnistía Internacional para hacer propaganda o pedirme apoyo, procuro evadirlo o de plano esconderme.
  • Confieso que si el voluntario en cuestión es guapo, NO procuro evadirlo ni mucho menos esconderme.
  • Confieso que compré el primer disco de Ricardo Arjona (el que traía la canción de “Mujeres”), pero ni siquiera entonces me gustó.
  • Confieso que no sé cómo se llama ni de que partido es mi delegado, ni mi diputado local, ni mi senador correspondiente, y que no tengo la menor intención de averiguarlo.
  • Confieso que Juan Soler me parece gua-pí-si-mo.
  • Confieso que no entiendo la poesía de Octavo Paz.
  • Confieso que compro discos y películas piratas al por mayor, y que me produce una inmensa alegría constatar todo el dinero que ahorro en cada compra.
  • Confieso que no tengo ni la más remota idea de qué significa “correr una regresión”.
  • Confieso que me parecen graciosísimos los videos en los que golpean a las botargas del Dr. Simi. Ya sé que hay un pobre individuo adentro de la botarga, y que no debe pasarla nada bien con la golpiza, pero aun así me da una risa loca. (Si alguno de mis lectores comparte esta sádica afición, les recomiendo que consulten la gran variedad de videos disponibles en Youtube).
  • Confieso que no sé cuando se escibe"aún" y cuando "aun"
  • Confieso que ya leí toda la saga de “Crepúsculo” (o como se llamen las novelas de vampiros adolescentes de Stephanie Meyer). Y, lo que es peor, confieso que los disfruté bastante.
  • Confieso que no he hecho absolutamente nada por detener el calentamiento global.
  • Confieso que me gusta burlarme de los Testigos de Jehová diciéndoles cosas como: “ahorita estoy algo ocupado, pero en cuanto acabe la orgía te atiendo (aquí le echo al misionero en cuestión una mirada de lujuria y le pongo la mano en el brazo) …o mejor pásale y cuando terminemos platicamos”
  • Confieso que miento mucho cuando me confieso.
  • Confieso que me encantan los musicales de Broadway.
  • Confieso ser totalmente intolerante a la estupidez, a la crueldad, a la mezquindad, a la hipocresía, a pesar de que –como se demuestra en esta misma confesión- soy muy proclive a todos estos defectos.
  • Confieso que nunca confesaría en un blog mis pecados realmente graves.

Les suplico a mis siempre comprensivos lectores que sean indulgentes, que piensen en las faltas que han cometido y que las compartan conmigo (y con los demás lectores) mediante sus amables comentarios. Yo prometo absolverlos, sin necesidad de penitencia.