OK. Reconozco que escribir la reseña de un libro cuarenta años después de su publicación es una mala idea, o por lo menos inoportuna. Sin embargo, aunque Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa fue publicada en 1969, yo apenas la acabo de leer, por lo que no pude haber escrito esta entrega antes…
Antes de empezar a leerla puede uno notar que es una novela enorme, gigantesca, realmente catedralicia. Y es que, como el propio Vargas Llosa declarado en repetidas ocasiones “las grandes novelas suelen ser novelas grandes”. Yo estoy de acuerdo con esta premisa: cuando una novela es buena, uno no quiere que termine nunca, quiere que dure. Por eso creo que ese elemento puramente numérico, de cantidad, en la novela es un aspecto central de la cualidad.
Lo primero que uno lee, apenas al abrir el libro (o, mejor dicho el primero de los libros, porque en la mayoría de las ediciones, incluyendo la que leí yo, viene en dos tomos) es una epígrafe sacada de la novela Pequeñas miserias de la vida conyugal de Balzac (otro que, como Vargas Llosa y como yo, creía que las grandes novelas deben ser novelas grandes) y dice así: «Il faut avoir fouillé toute la vie sociale pour être un vrai romancier, vu que le roman est l'histoire privée des nations.» Es decir, hay que hojear toda la vida social para ser un verdadero novelista, dado que la novela es la historia privada de las naciones. Y eso es lo que hace Vargas Llosa en su Conversación: una historia privada del Perú.
Conversación en La Catedral es una obra de gran complejidad narrativa, que se sustenta en un impresionante artificio de recursos técnicos, en donde dos o más diálogos entre oersonajes diferentes y entiempos diversos se entrecruzan constantemente. Es pues una novela de lectura difícil, que requiere un esfuerzo constante por parte del lector para ir tejiendo los hilos que componen la trama. Pero, a pesar de su complejidad (o quizá gracias a ella) la novela se va haciendo apasionante, adictiva. Y así, cualquier receso en su lectura produce en un síndrome de abstinencia que lo impulsa a uno a seguir leyendo.
En un intento por sintetizar lo insintetizable, diré que se va desenvolviendo a partir de una conversación entre un periodista frustrado, Santiago Zavala, “Zavalita” y Ambrosio, un antiguo chofer y guardaespaldas de su padre, a quien encontró de casualidad en la perrera adonde ha ido a rescatar a su mascota. Esta conversación madre, que no tiene lugar en ninguna iglesia, sino en una cervecería limeña de mala muerte llamada “La Catedral” dura varias horas, y es madre porque de ella, atraídas por ella, surgen otras conversaciones, otros diálogos, que corresponden a distintos momentos de las vidas de Zavalita o del guardaespaldas, y que van reconstruyendo, de manera fragmentada y como en un contrapunto, la vida del Perú durante los ocho años de la dictadura de Manuel Odría (1948-1956).
En esos ocho años, en una sociedad embotellada, en la que estaban prohibidos los partidos y las actividades cívicas, la prensa censurada, había numerosos presos políticos y centenares de exiliados, los peruanos de la generación de Vargas Llosa pasaron de niños a jóvenes, y de jóvenes a hombres. Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera. Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio, es la materia prima de la novela, que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos.
La conversación —y toda la novela— tienen como objetivo responder a dos preguntas que Zavalita se hace a sí mismo en las primeras páginas: ¿Cuándo se jodió el Perú? ¿Cuándo te jodiste tú? Así, Conversación en La Catedral es la crónica de un fracaso doble: el fracaso individual de sus personajes y el fracaso colectivo de la sociedad peruana.
Aunque hay algunos optimistas (entre otros el propio Vargas Llosa) que aseguran que Perú está entrando a la era de la democracia, que se acabaron los gobiernos dictatoriales y los ciudadanos apáticos o cínicos, que no hay tanto racismo ni tanta estratificación social como antes, lo cierto es —y para comprobarlo basta leer los periódicos, hablar con algún peruano o simplemente ver un programa de Laura en América— que el triste panorama retratado en Conversación en La Catedral sigue tan vigente hoy en Perú, y en toda América Latina, como el día en que fue escrita.
Antes de empezar a leerla puede uno notar que es una novela enorme, gigantesca, realmente catedralicia. Y es que, como el propio Vargas Llosa declarado en repetidas ocasiones “las grandes novelas suelen ser novelas grandes”. Yo estoy de acuerdo con esta premisa: cuando una novela es buena, uno no quiere que termine nunca, quiere que dure. Por eso creo que ese elemento puramente numérico, de cantidad, en la novela es un aspecto central de la cualidad.
Lo primero que uno lee, apenas al abrir el libro (o, mejor dicho el primero de los libros, porque en la mayoría de las ediciones, incluyendo la que leí yo, viene en dos tomos) es una epígrafe sacada de la novela Pequeñas miserias de la vida conyugal de Balzac (otro que, como Vargas Llosa y como yo, creía que las grandes novelas deben ser novelas grandes) y dice así: «Il faut avoir fouillé toute la vie sociale pour être un vrai romancier, vu que le roman est l'histoire privée des nations.» Es decir, hay que hojear toda la vida social para ser un verdadero novelista, dado que la novela es la historia privada de las naciones. Y eso es lo que hace Vargas Llosa en su Conversación: una historia privada del Perú.
Conversación en La Catedral es una obra de gran complejidad narrativa, que se sustenta en un impresionante artificio de recursos técnicos, en donde dos o más diálogos entre oersonajes diferentes y entiempos diversos se entrecruzan constantemente. Es pues una novela de lectura difícil, que requiere un esfuerzo constante por parte del lector para ir tejiendo los hilos que componen la trama. Pero, a pesar de su complejidad (o quizá gracias a ella) la novela se va haciendo apasionante, adictiva. Y así, cualquier receso en su lectura produce en un síndrome de abstinencia que lo impulsa a uno a seguir leyendo.
En un intento por sintetizar lo insintetizable, diré que se va desenvolviendo a partir de una conversación entre un periodista frustrado, Santiago Zavala, “Zavalita” y Ambrosio, un antiguo chofer y guardaespaldas de su padre, a quien encontró de casualidad en la perrera adonde ha ido a rescatar a su mascota. Esta conversación madre, que no tiene lugar en ninguna iglesia, sino en una cervecería limeña de mala muerte llamada “La Catedral” dura varias horas, y es madre porque de ella, atraídas por ella, surgen otras conversaciones, otros diálogos, que corresponden a distintos momentos de las vidas de Zavalita o del guardaespaldas, y que van reconstruyendo, de manera fragmentada y como en un contrapunto, la vida del Perú durante los ocho años de la dictadura de Manuel Odría (1948-1956).
En esos ocho años, en una sociedad embotellada, en la que estaban prohibidos los partidos y las actividades cívicas, la prensa censurada, había numerosos presos políticos y centenares de exiliados, los peruanos de la generación de Vargas Llosa pasaron de niños a jóvenes, y de jóvenes a hombres. Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera. Ese clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral del Perú del ochenio, es la materia prima de la novela, que recrea, con las libertades que son privilegio de la ficción, la historia política y social de aquellos años sombríos.
La conversación —y toda la novela— tienen como objetivo responder a dos preguntas que Zavalita se hace a sí mismo en las primeras páginas: ¿Cuándo se jodió el Perú? ¿Cuándo te jodiste tú? Así, Conversación en La Catedral es la crónica de un fracaso doble: el fracaso individual de sus personajes y el fracaso colectivo de la sociedad peruana.
Aunque hay algunos optimistas (entre otros el propio Vargas Llosa) que aseguran que Perú está entrando a la era de la democracia, que se acabaron los gobiernos dictatoriales y los ciudadanos apáticos o cínicos, que no hay tanto racismo ni tanta estratificación social como antes, lo cierto es —y para comprobarlo basta leer los periódicos, hablar con algún peruano o simplemente ver un programa de Laura en América— que el triste panorama retratado en Conversación en La Catedral sigue tan vigente hoy en Perú, y en toda América Latina, como el día en que fue escrita.