viernes, 20 de febrero de 2009

Malestar

Dicen —y creo que bien puede ser cierto— que no existe memoria del dolor ni del malestar físico. Por eso quiero dejar una constancia escrita de cómo me siento ahora. Para que luego, cuando esté sano, haya algo que me recuerde cómo es sentirse así de enfermo y pueda dar gracias a la vida por el hecho, simple y maravilloso, de sentirme bien.

Ahora, ése no es el caso. Ahora me siento mal. Ahora me duele la garganta como si me hubiera tragado un alambre de púas y se hubiera quedado ahí, enroscado en mi faringe, clavándome sus espinas de metal cada vez que oso tragar saliva. Ahora me duele la espalda, me duelen los ojos, me duelen las piernas. Ahora siento que mi cabeza está llena de piedras, de piedras negras, densas y pesadas que ocupan todo el espacio disponible y no dejan circular el aire, ni la sangre ni nada. Ahora siento que ni todo el paracetamol ni todo el ácido acetilsalicílico del mundo serían suficientes para acallar los gritos de cada músculo de mi cuerpo, de cada centímetro de mi piel. Ahora tengo ganas de meterme a la cama, cerrar los ojos y ya no ver nada, ni sentir nada, ni saber nada. Nunca más. Ahora siento una sed insoportable que no puede ser saciada porque el solo pensar en deglutir cualquier líquido, y en el inevitable martirio que eso implicaría, me produce escalofríos. Aunque, de todas maneras, y además de todo, también tengo escalofríos.

Ya sé lo que está usted pensando, saludable lector. Casi puedo ver su ceja levantada al leer esto. Que soy un exagerado. Que a todos nos ha dado gripa y todos hemos sobrevivido. Que no es para tanto. Y eso sólo confirma mi hipótesis inicial: el malestar físico no tiene memoria.

viernes, 23 de enero de 2009

Boxeadores

Ok, reconozco que no sé absolutamente nada de boxeo (salvo que las reglas del deporte, tal como se practica hasta la actualidad, fueron creadas por el marqués de Queensberry, padre de Lord Alfred Douglas “Bosie” y enemigo mortal de Oscar Wilde). Pero mi intuición me dice que los púgiles deberían tener apodos o sobrenombres que sirvan para infundir miedo o respeto a sus oponentes, como “el Gigante”, “el Demoledor”, “el Coloso”, "la Ametralladora", cosas así.

Sin embargo, encuentro que algunos de los más famosos boxeadores mexicanos son conocidos de la siguiente manera: Ricardo “Finito” López, José “Pipino” Cuevas y —mi favorito personal— Humberto “la Chiquita” González.

Estoy consciente de que los boxeadores mexicanos no se caracterizan por sus grandes dimensiones físicas, y que la mayoría están clasificados en categorías de peso pluma o mosca, pero… ¿¿¿Finito??? ¿¿¿Pipino??? ¿¿¿la Chiquita??? ¡Por Dios! ¿ A quién pretenden intimidar con esos apodos?

No sé si debería sentirme indignado por esta muestra de baja autoestima por parte de los deportistas mexicanos, o si más bien debería admirarlos por este orgulloso y honesto reconocimiento de sus limitaciones físicas. Creo que no haré ni lo uno ni lo otro y me limitaré a reírme de estos apelativos tan jocosos que designan a nuestros heroicos combatientes.

miércoles, 14 de enero de 2009

Habanera a dos voces (Aviso publicitario)

La “Habanera” es un tipo de canción de ritmo lento y compás cuaternario que se puso de moda en Europa a mediados del siglo XIX. Es un tipo de música de “ida y vuelta”, creada por los colonos, marineros y comerciantes españoles que pasaron su juventud en Cuba —cuando ésta era todavía una colonia de España— y luego volvieron a la metrópoli, cargados de riquezas y de recuerdos de la isla caribeña. De regreso en la península, estas melodías de cadencias suavesque recuerdan tanto al ritmo del mar, se hicieron inmensamente populares. La Habanera más conocida, es, por supuesto, la que Bizet insertó en la célebre ópera Carmen. Dada la historia de este género musical, no es de extrañar que la sola palabra “habanera” evoque siempre, no sin algo de nostalgia, un ambiente de sensualidad, de luz del sol, de alegría, de calor caribeño o mediterráneo.

Por eso “Habanera a dos voces” es el título ideal para el recital que va a presentarse el sábado 31 de enero, a las seis de la tarde, va a presentarse en la Sala Manuel María Ponce del Palacio de Bellas Artes. Sus intérpretes serán dos artistas excepcionales: la soprano Luz Angélica Uribe y el contratenor Héctor Sosa, que ya en varias ocasiones han unido sus talentos en el Dueto Contravoce. Esta vez canatrán acompañados, al piano, por el maestro Carlos Alberto Pecero.

El programa, como sugiere su título, es sensual, lánguido, casi tropical, provocativo, voluptuoso, festivo, y algo nostálgico. Incluye canciones seductoras, románticas barcarolas, pegajosas tarantelas, de compositores como Henry Purcell (1659-1695), Gioachino Rossini (1782-1868), Charles Gounod (1818-1893), Gabriel Fauré (1845-1924) y Camille Saint-Saëns (1835-1921).

Además, la pieza central —y la que le da nombre al recital— es una “habanera” compuesta ni más ni menos que por Pauline Viardot (1821-1910), la celebérrima mezzo-soprano del siglo XIX. Hija del famoso tenor español Manuel García, hermana de la diva María Malibrán y del influyente maestro de canto Manuel Vicente García, la Viardot fue una de las cantantes más exitosas de su época. Pero además (y esto es algo que muchos ignoran) fue una compositora prolífica y —como queda demostrado por su habanera— enormemente talentosa. Su obra es doblemente meritoria si se consideran las dificultades a las que tuvo que enfrentarse, siendo mujer, en el ámbito de la composición musical de su época.

Además de las características ya mencionadas, las obras que componen el programa requieren un nivel de dominio técnico y de un virtuosismo vocal que pocos cantantes logran alcanzar. Por eso, poder escucharlo con dos voces tan especiales como las de Luz Angélica Uribe y Héctor Sosa, es una oportunidad que por ningún motivo debe dejarse pasar.

Repito: el recital será el sábado 31 de enero a las 18:00 horas en la Sala Manuel María Ponce del Palacio de Bellas Artes. El boleto cuesta veinte miserables pesos (diez para estudiantes y maestros).

viernes, 9 de enero de 2009

Cacahuates japoneses

La semilla de la planta arachys hipogea que los aztecas bautizaron como “cacahaute” y los tainos como “maní” es, obviamente, un producto de origen americano. A diferencia de lo ocurrido con la papa, el cacao o el tomate, el cachuate no fue apreciado en su justo valor por los conquistadores europeos. De hecho, en las famosas juntas de Valladolid celebradas en 1550 con el objeto de determinar si los nativos americanos tenían o no alma (y, lo que era más importante, si podían o no ser esclavizados) se usó como argumento para probar su naturaleza animal el hecho de que comieran ese repulsivo alimento, claramente no creado por la Providencia para consumo humano. Para demostrar lo contrario, y haciendo acopio de gran valentía, el gran defensor de los indígenas, Fray Bartolomé de Las Casas extrajo de su bolso uno de estos frutos, le quitó su áspera corteza y, ante el escándalo y la repugnancia de los teólogos y filósofos ahí reunidos, se lo metió a la boca, lo masticó e incluso lo deglutió. Hasta la fecha, el maní no ha logrado conquistar el gusto del Viejo Continente: de hecho, es prácticamente imposible conseguir una lata de crema de cacachuate en algún supermercado europeo.

Francamente, no puedo entender la razón de esta discriminación: el cacahuate no me parece en modo alguno inferior a cualquiera de sus parientes más populares en el mundo, como la nuez, la avellana o la almendra.

Dicho lo anterior, hay que aclarar que los llamados “cacahuates japoneses” no son tales, sino que fueron inventados en México. (Para muchos, esto debe ser un hecho obvio, pero cuando yo lo descubrí me causó una inmensa sorpresa).

La historia es la siguiente: En 1945 un inmigrante japonés llamado Yoshigei Nakatani tuvo la brillante idea de recubrir los cacachuates con una mezcla a base de salsa de soya que, al secarse, adquiere una consistencia crocante. Nakatami elaboraba su genial invento en un taller del mercado de la Merced y desde ahí salía, empujando una carretilla o “diablito” distribuyendo el producto a varios mayoristas del mercado y la Central de Abastos.

En 1975, dado el enorme éxito que para entonces había adquirido esta botana, Armando Nakatami, (hijo del señor Nakatami) no tan creativo como su padre, pero con mejor ojo para los negocios, tuvo la idea de registrar la marca del producto con el nombre de Nipón y así poder empaquetarlo en bolsitas de plástico y venderlo directamente a los consumidores. Fue así como muchos de nosotros probamos por primera vez esta deliciosa y crujiente golosina, verdadero homenaje al multiculturalismo y a la unión entre los pueblos.

Sin embargo, desgraciadamente (y es que hasta el pobre e inocente cacachuate japonés tiene algo de tragedia en su historia) a ningún miembro de la familia Nakatami se le ocurrió patentar el nombre del producto ni —lo que es peor— su receta. Al darse cuenta de esta omisión, hacia 1980, otras empresas empezaron a fabricar sus propios cacahuates japoneses. Las leyes del mercado son inflexibles: las grandes transnacionales pudieron producir y distribuir sus cacahuates con mucha mayor eficiencia y con mucho menores costos que la humilde empresa Nipón, la cual fue incapaz de competir con gigantes botaneros como Sabritas y Barcel. Así, a pesar de ser los descendientes directos del creador del cacahuate japonés, los propietarios de Nipón están a punto de declarar su empresa en quiebra.

La Globalización, como la Fortuna, es una diosa caprichosa.

Lo curioso es que, hasta la fecha, la fórmula del cacahuate japonés no ha sido patentada. Así que cualquier día de estos, algún listo va, la patenta a su nombre y se hace millonario. (Si ese listo resulta ser alguno de mis lectores, espero que me pase una comisión por darle la idea)

Für Elise


Ayer marcharon por las calles del centro de Saltillo aproximadamente cuatrocientas personas, cada una llevando una vela encendida en la mano, para protestar y exigir justicia por la muerte de la cocinera regiomontana (los medios insisten en llamarla “la joven chef”, aunque, hasta donde yo sé, no era jefa de cocina de ningún restaurante) Elisa Loyo, ocurrida en un hotel de Filipinas el pasado 26 de diciembre. La manifestación se denominó “Justicia para Elisa”

La lacrimógena reseña de El Siglo de Torreón dice así: “En punto de las 6:30 de la tarde inició la marcha en un silencio que conmovió a todos los asistentes, algunos curiosos salían de los locales comerciales y se iban uniendo en el recorrido, la marcha culminó en la Plaza de Armas, donde todos se unieron en un solo canto, en oración y recordaron con 26 campanadas que Elisa hubiera cumplido ayer 26 años. Su hermana Cecy [sic] interpretó a piano el tema Para Elisa de Beethoven, además su prima hizo una reseña y su mejor amiga compartió una emotiva carta que le escribió.”

Que quede claro: no me parece mal que los familiares y amigos de la señorita Loyo demuestren así su dolor y su rabia por la ineficacia de las autoridades filipinas para resolver el crimen. Lo que me resulta pasmoso es que el asesinato de una sola persona haya provocado una manifestación de cuatrocientas, mientras que la masacre de setecientos sesenta y ocho (y contando) hombres, mujeres y niños palestinos en Gaza no haya provocado —hasta donde yo estoy enterado— ni una triste marcha en ninguna ciudad del país. ¿Por qué para ellos no se han prendido velas? ¿Por qué no han sonado las campanas de ninguna iglesia por cada uno de los años de las víctimas que, en conjunto, deben sumar varios milenios? ¿Que no merecen, ellos también, justicia? ¿Acaso a nadie le causa indignación la tibia respuesta del gobierno mexicano como miembro no permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas?

Según mis cuentas (muy probablemente erradas, dada mi conocida estupidez aritmética), si por cada una de las víctimas de los ataques israelíes en Gaza salieran a la calle cuatrocientas personas, se formaría un contingente de 307,200 manifestantes. Cantidad que ya puede ser calificada de multitudinaria.

Claro los palestinos de Gaza no murieron, como Elisa, en “circunstancias sospechosas” Más bien fueron claras, dolorosamente claras. (Nadie ha sostenido que se trató de un suicido colectivo). Tampoco es probable que ninguno de ellos tuviera estudios culinarios en una prestigiosa escuela canadiense ni un porvenir prometedor en el mundo de la hotelería internacional. Lo que sí es cierto es que muchos de ellos eran también jóvenes, varios mucho más jóvenes que nuestra Elisita. Por último, creo que ninguno de ellos tenía amigos, primos o hermanas que toquen Para Elisa en Saltillo ni en ninguna otra ciudad mexicana. Pero aún así, ¿no podemos sentir ni una poco de indignación por tanta muerte absurda, por tanto dolor deliberadamente infringido en personas inocentes, por el simple hecho de que no conocemos personalmente a ninguna de las víctimas? ¿No podemos condolernos del sufrimiento de los mutilados, de las viudas, de los huérfanos, sencillamente porque no son mexicanos? ¿Somos incapaces de sentir la impotencia, la miseria, el horror ajenos? No sé sí nos falta generosidad, o simplemente nos falta imaginación, lo cual sería todavía más triste.

Si alguien sabe de una manifestación en protesta por los bombardeos y ataques terrestres a la franja de Gaza, por favor avíseme. Yo no sé tocar Para Elisa (y, para el caso, tampoco ninguna otra melodía, como no sea Los Changuitos), pero sí puedo salir a la calle, sí puedo marchar, sí puedo lanzarle zapatos a la embajada americana, sí puedo mentarle la madre al ministro Ehud Olmert (el pendejo que aseguró que iba a tratar “con mano de hierro al terrorismo y con guante de seda a la población civil”). Y sí, también puedo llorar.

miércoles, 7 de enero de 2009

Confesión

En general he dedicado este blog a señalar defectos ajenos ya criticar a diversas personas e instituciones: desde Puccini hasta la Comisión Nacional del Agua, desde los diminutivos hasta la Iglesia Católica, pasando por Karita Mattila, El Colegio de México y un largo etcétera. Pero hoy me propongo hacer algo diferente, para variar, y hablar de mis propias faltas y culpas.

Tal vez esta iniciativa, tan claramente perjudicial para mi reputación, tan cercana a un suicidio de mi autoestima, se deba al espíritu de reflexión e introspección que predomina en esta época en que termina diciembre de un año y empieza enero del siguiente (se cierran ciclos, dirían algunos cursis); tal vez sea resultado de mi formación católica, según la cual para expiar los pecados hay que confesarlos; o tal vez, simplemente, se deba a que mi psicoanalista está de vacaciones y necesito descargar mi conciencia como medida de higiene mental.

Es importante aclarar que no me siento en ninguna medida orgulloso de los pecados que voy a confesar a continuación: estoy plenamente consiente de que son faltas graves contra la dignidad humana, el medio ambiente o el buen gusto. Por ello pido perdón con toda humildad, con toda vergüenza y con la esperanza de no caer de la gracia de mis lectores.

Ahí les voy. Ave María Purísima. Sin pecado concebida…

  • Confieso que cuando alguien me pregunta si he leído un libro trascendental para la cultura universal como “La guerra y la paz” o “En busca del tiempo perdido”, invariablemente respondo que sí, aunque muy rara vez sea cierto.
  • Confieso que nunca me han gustado las películas de David Lynch.
  • Confieso que me preocupan más los avatares de la carrera de Britney Spears que la crisis financiera internacional.
  • Confieso que si se me acerca un voluntario de Greenpeace o de Amnistía Internacional para hacer propaganda o pedirme apoyo, procuro evadirlo o de plano esconderme.
  • Confieso que si el voluntario en cuestión es guapo, NO procuro evadirlo ni mucho menos esconderme.
  • Confieso que compré el primer disco de Ricardo Arjona (el que traía la canción de “Mujeres”), pero ni siquiera entonces me gustó.
  • Confieso que no sé cómo se llama ni de que partido es mi delegado, ni mi diputado local, ni mi senador correspondiente, y que no tengo la menor intención de averiguarlo.
  • Confieso que Juan Soler me parece gua-pí-si-mo.
  • Confieso que no entiendo la poesía de Octavo Paz.
  • Confieso que compro discos y películas piratas al por mayor, y que me produce una inmensa alegría constatar todo el dinero que ahorro en cada compra.
  • Confieso que no tengo ni la más remota idea de qué significa “correr una regresión”.
  • Confieso que me parecen graciosísimos los videos en los que golpean a las botargas del Dr. Simi. Ya sé que hay un pobre individuo adentro de la botarga, y que no debe pasarla nada bien con la golpiza, pero aun así me da una risa loca. (Si alguno de mis lectores comparte esta sádica afición, les recomiendo que consulten la gran variedad de videos disponibles en Youtube).
  • Confieso que no sé cuando se escibe"aún" y cuando "aun"
  • Confieso que ya leí toda la saga de “Crepúsculo” (o como se llamen las novelas de vampiros adolescentes de Stephanie Meyer). Y, lo que es peor, confieso que los disfruté bastante.
  • Confieso que no he hecho absolutamente nada por detener el calentamiento global.
  • Confieso que me gusta burlarme de los Testigos de Jehová diciéndoles cosas como: “ahorita estoy algo ocupado, pero en cuanto acabe la orgía te atiendo (aquí le echo al misionero en cuestión una mirada de lujuria y le pongo la mano en el brazo) …o mejor pásale y cuando terminemos platicamos”
  • Confieso que miento mucho cuando me confieso.
  • Confieso que me encantan los musicales de Broadway.
  • Confieso ser totalmente intolerante a la estupidez, a la crueldad, a la mezquindad, a la hipocresía, a pesar de que –como se demuestra en esta misma confesión- soy muy proclive a todos estos defectos.
  • Confieso que nunca confesaría en un blog mis pecados realmente graves.

Les suplico a mis siempre comprensivos lectores que sean indulgentes, que piensen en las faltas que han cometido y que las compartan conmigo (y con los demás lectores) mediante sus amables comentarios. Yo prometo absolverlos, sin necesidad de penitencia.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Prejuicios

"Los japoneses son una raza cruel"
La mamá de Bridget Jones
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La forma en que los humanos percibimos el mundo se basa, en gran medida, en prejuicios, supersticiones, fobias y presunciones que nada tienen que ver con la evidencia empírica ni con proceso racional alguno. Y me temo que yo no soy la excepción. Lo confieso humildemente: soy un verdadero saco de prejuicios. Así, por ejemplo, siempre he estado convencido de que no me gustan las óperas de Wagner, a pesar de que nunca he visto una completa. (Cuando tenía doce años, y todavía no se instauraba la costumbre de poner supertitulaje en los teatros de ópera, me llevaron a ver De Vliegende Hollander, pero me temo que pasé la mayor parte de la función durmiendo a pierna suelta).

Otro de mis prejuicios más fuertes va dirigido contra una nación entera: los japoneses. Y no es que me parezcan inferiores ni racial ni moralmente, sino que, por lo poco que conozco de ese remoto archipiélago, he llegado a convencerme de que su cultura es tan radicalmente diferente a la nuestra, tan absolutamente ajena a mí, que no puede haber nada en común, ningún punto de entendimiento entre ellos y yo. Esta convicción no sólo no está apoyada por ninguna evidencia sino que, de hecho, hay bastante evidencia que la contradice: adoro el sushi, el sake y el sukiyaki; encuentro preciosos los jardines nipones y los kanjis me parecen una forma de lo más estética de expresarse. Pero bueno, si los prejuicios fueran lógicos o racionales, dejarían de ser prejuicios.

Fue esto lo que me hizo postergar la lectura de un libro que, pese a las excelentes críticas que había oído al respecto, dejé reposar sobre mi mesa por meses, cubriéndose por una fina capa de polvo. Era la novela Tokio blues (o Norwegian Wood) de Haruki Murakami (publicada en castellano por Tusquets). Sin embargo, hace unos días, en un ataque de valor desacostumbrado en mí, decidí rebelarme contra mi fobia anti-nipona e hincarle el diente a la novelita.

La novela comienza cuando el narrador, al aterrizar en un aeropuerto en Alemania, escucha una versión instrumental de Norwegian Word de los Beatles y la melodía (como la famosa magdalena remojada en té de En busca del tiempo perdido de Proust) lo remonta a su juventud: específicamente, al Tokio de 1969, donde se desarrolla casi toda la acción.

No voy a hacer aquí otra reseña. Éste no pretende ser un blog de crítica literaria. Sólo diré que el libro me gustó bastante y que, aunque el personaje central se llama Watanabe, y no Juan ni Pedro, fui capaz de identificarme con él, de simpatizar con sus desgracias y de emocionarme con sus triunfos. Como a él, a mi también me conmueven las canciones de los Beatles. Comprobé que, aparte de algunas costumbres que sí me resultaron muy extrañas, los japoneses piensan, actúan, sienten y aman esencialmente igual que el resto de los seres humanos. Hay cosas —como el amor, los celos, la muerte o los Beatles— que son universales. La única diferencia cultural profunda que pude detectar fue una tendencia un tanto más elevada hacia el suicidio: en la novela hay cuatro personajes que se quitan la vida (eso sin contar los intentos fallidos).

Fue, como diría una amiga mía, un gran “ejercicio de empatía”.

Por eso le recomiendo, amable lector, que escoja alguno de sus prejuicios (no se haga: yo sé que tienen varios) y lo confronte con la realidad: vea una película que siempre le haya dado flojera, oiga un tipo de música que nunca le haya llamado la atención, visite un lugar que siempre le haya caído gordo, y compruebe si sus ideas preconcebidas resultan ser correctas. Lo más probable es que la película, efectivamente, resulte un bodrio; que la música sea pésima y que el lugar, como usted bien había supuesto, esté lleno de gente odiosa. Sin embargo —admítalo— existe una pequeña posibilidad de que no sea así. Creo que vale la pena correr el riesgo.