viernes, 26 de septiembre de 2008

Animal Planet


Hay unos peces de la familia de los cíclidos (o cichlidae), pequeñajos y bastante comunes en los acuarios y peceras, que llaman la atención por sus curiosas costumbres de apareamiento. Cuando está madura para ello, la hembra desova en el agua e inmediatamente se mete los huevos en la boca con el maternal afán de protegerlos, pero también con la suprema estupidez de guardárselos sin haberlos fertilizado antes, de modo que los huevos en cuestión podrían quedarse para siempre ahí, dentro de su boca sin transmutarse jamás en pececitos.

Pero hete aquí que entonces, afortunadamente para los cíclidos, entra en funcionamiento un viejo truco de magia de la naturaleza. Los machos de esta especie llevan tatuada, a lo largo de la aleta anal, una fila de circulitos amarillos que reproducen, con bastante exactitud, las huevas que la hembra acaba de soltar. Cuando la protectora y tonta madre cíclida ve estos dibujos, cree que dejó algunos huevecillos fuera de la boca y de inmediato se da a la tarea de recuperarlos, para lo cual se pone a mordisquear afanosamente la aleta del macho, tratando de ponerlos a buen recaudo junto con los demás huevos. El resto es previsible: el mordisqueo provoca la eyaculación del pez y parte del esperma va a parar a la boca de la hembra, donde fertiliza los huevos ahí recogidos. Eventualmente, éstos se convierten en tiernos alevines, o pecesitos bebés.

Este complejo mecanismo les ha permitido a los cíclidos colonizar gran diversidad de ambientes, desde ríos tropicales de aguas blandas como el Amazonas hasta los grandes lagos africanos Tanganika y Malawi, con aguas dulces de elevada mineralización. Incluso crecer y reproducirse en las peceras más decuidadas. Wikipedia —¡oh, fuente inagotable de sabiduría!— los define como “una familia de peces de gran éxito evolutivo.” Un aplauso a los cíclidos.

Los sistemas de emparejamiento de los seres vivos son a menudo muy complejos: no resulta nada fácil perpetuarse contra la dureza del medio, las hambrunas, los depredadores, las enfermedades y los rigores del azar. Para muchas criaturas, reproducirse es un verdadero arte o un logro heroico: remontan torrenciales ríos durante cientos de kilómetros, como los salmones; o construyen verdaderos palacios, como algunos pájaros; o saben que van a morir en el intento, como ciertos insectos. No me sorprende, pues, la complejidad del rito de fertilidad de los cíclidos. Lo que me cautiva es el truco, el engaño, la tranza.

Quiero decir que si estos coloridos pescaditos son tan brutos como para no saber fertilizar sus huevos, y para guardárselos en la boca cuando aún están vacíos, ¿de dónde sale esa refinadísima inteligencia genética que les pinta un señuelo en su propio cuerpo? Esto es: sus células los engañan y son más listas que ellos. Su propia estupidez es lo que los vuelve “exitosos” como especie.

Los creyentes dirían que es cosa de Dios y de Su Infinita Providenia. Pero uno no es lo que se dice creyente (Dios se parece demasiado a nuestra necesidad de Él, a nuestra debilidad y a nuestro miedo para que me quepa en la cabeza o para que confíe en su existencia). Por su parte, los científicos dirán que es cosa de la evolución; que un día aparecieron por puro azar unos cíclidos con manchas amarillas en la cola y que estos peces se reprodujeron mejor que los no manchados, por o que sus genes acabaron triunfando. Y esta explicación evolutiva, sí me cabe en la cabeza, y resulta sensata, y me la creo.

Pero aún así, el caso de los estúpidos cíclidos y de su éxito reproductivo me deja con una incómoda sensación de desconfianza. Me hace sospechar que no sólo nuestros padres nos mienten, que no sólo los políticos nos engañan, que no sólo nuestros amigos nos traicionan, sino que también la naturaleza, nuestra querida Madre Naturaleza, es capaz de aprovecharse de nuestra ingenuidad y tendernos trampas (siempre por nuestro propio bien, eso sí). ¿Qué si los humanos no fuéramos más listos que los cíclidos? ¿Qué tal que no somos nosotros los que estamos acabando con el Planeta, como tan a menudo oímos decir, sino que es el Planeta el que está jugando con nuestras mentecitas? ¿Qué tal si el calentamiento global no es sino una parte de la maquiavélica estrategia del Universo? Esta hipótesis tiene algo de tranquilizadora: nos releva de la terrible responsabilidad ecológico-moral que cargamos sobre nuestros hombros.

Pero también tiene algo de inquietante: quiere decir que la Naturaleza es sabia, sí, pero también es tramposa.

5 comentarios:

Atzimba dijo...

¡hola, Luisito! (sin peyorativo asociado)

Saludos desde acá.

Nueva lectora

Anónimo dijo...

Mi buen y querido amigo, ahora tendrás un lector afanoso de tu blog. Me encantó.

Un abrazo

AC

Roberto dijo...

Tal vez no hay trampa alguna, ni las hembras son necesariamente engañadas. Posiblemente los cíclidos, al igual que algunas variedades de humanos, se especialicen en el sexo oral. Los círculos amarillos seguramente son necesarios para identificar a los individuos indicados y el lugar preciso en la penumbra de las profundidades subacuáticas.

Luis dijo...

Ties razón, Bob. No había visto las cosas desde esa perspectiva. Es probable que no le esté dando crédito suficinete a los pobres cíclidos. Si tu hippótesis es correcta, debo tenerle más confianza a la Naturaleza y, sobre todo, más respeto a esos simpáticos y posiblemente calenturientos pecesillos.

Astro dijo...

Querido Luis,
Lo que Dios en su infinita sabiduría te está queriendo decir es que "no hay mal que por bien no venga" para el cíclido macho, obviamente. Si no fuera por este artilugio de la naturaleza, tal vez el pobre sería incapaz de conseguir un blow job decente de su amada. No te asombre que dentro de poco veamos hombres con su "aquello" pintado de bolitas amarillas...