lunes, 6 de octubre de 2008

De perros

De todas las especies del reino animal, la más popular es, sin duda alguna, el perro. Su reputación de nobleza, fidelidad y lealtad (sobre todo comparados con los frívolos y veleidosos gatos que, en lo personal, siempre me han caído mejor) le han ganado el título —merecido o no— de “mejor amigo del hombre”. Constantemente oímos hablar de gente que quiere más a sus perros que a sus propios hijos.

Por eso me resulta sorprendente que en nuestro dialecto cotidiano, el que se habla hoy en día en la ciudad de México, utilicemos tantas expresiones y metáforas caninas, y que todas ellas tengan connotaciones claramente negativas. Ahí les van algunos ejemplos, por citar sólo algunos de los más usuales:

Cuando uno dice que tuvo “una tarde de perros” se refiere a una tarde particularmente infortunada; cuando uno dice que “el examen estuvo bien perro” o que “está perrísimo que te acepten en tal universidad” emplea la palabra como sinónimo de arduo o difícil; “echar los perros” o su versión más refinada “echar el can” es claramente una referencia a la cacería e implica tratar de seducir a alguien de un modo más bien agresivo o violento. Cuando decimos que un hombre “es un perro” normalmente nos referimos a que es implacable, salvaje o brutal. Voy a obviar lo que significa referirse a una mujer como “una perra”. Decir que alguien se ha quedado “solo como perro” no quiere decir que sea el mejor amigo del hombre, sino más bien lo contrario: que nadie lo quiere.

Mención aparte merece el verbo perrear. En algunos contextos, se utiliza como sinónimo de “echar los perros” (expresión a la que ya me referí). En otros, particularmente en el argot gay, significa insultar o burlarse de alguien con saña, con el propósito explícito de ofenderlo. Echar carrilla, pues.

El colmo de la deshonra para el nombre del perro ocurrió, irónicamente, cuando alguien intentó emplearlo son una connotación positiva: en 1981, cuando el entonces presidente José López Portillo declaró que defendería el peso “como un perro”…con los resultados consabidos.

La despiadada insistencia con que utilizamos el nombre de “nuestro mejor amigo” para designar cosas malas me hace pensar que hay un cierto grado de hipocresía en el cariño, supuestamente entrañable, que sentimos por los chuchos. Y, la verdad, no estoy seguro de que esta hostilidad disfrazada de afecto no sea recíproca.

Supongo que esta multitud de referencias caninas en el lenguaje de los habitantes de la ciudad de México (y supongo que también en otras latitudes de habla hispana) se debe a que es el animal que se encuentra más cercano, más presente en nuestras vidas —con la posible excepción de las moscas u otros bichos de escasa relevancia.

Me imagino que la cosa era diferente antes de la invención del ferrocarril y del automóvil, cuando gran parte del transporte terrestre, tanto urbano como rural, se realizaba por tracción animal. Probablemente datan de esa época expresiones como “burro”, (para hablar de alguien no particularmente brillante) “mula”, (para alguien de dudosa calidad moral) o “buey” (que, con el tiempo, se convertiría en el famoso güey). Lo curioso es que, a pesar de la importancia que alguna vez tuvieron los caballos para los humanos --particularmente para los mexicanos--, hayan quedado en nuestro vocabulario cotidiano tan pocas expresiones de tipo equino (con la notable excepción de la bellísima frase “de cascos ligeros”). Tal vez en un tiempo pretérito, se usara tanto la figura del caballo como ahora la del perro; tal vez, en alguna época no fuera raro escuchar decir frases como “Esa señorita es toda una yegua” o bien “Deje usted de estar caballando”. Vaya usted a saber.

viernes, 3 de octubre de 2008

Hugues Cuènod

Hay muy pocas personas vivas por las que pueda decir que sienta una admiración total y absoluta. Una de ellas es un cantante de ópera, tenor para ser preciso, y se llama Hugues Cuénod.

Su origen familiar —es descendiente de una muy antigua y muy aristocrática familia de la parte francesa de Suiza— le permitió recibir la mejor educación musical que el dinero pudo pagar. Además, tuvo la suerte de tener buena voz, buen oído y buen gusto, lo cual le permitió convertirse en un cantante bastante exitoso. Y lo hubiera sido todavía más si no hubiera sido por la fascinación que siempre ha sentido hacia lo escandaloso, lo exótico, lo novedoso, lo cual lo llevó a apartarse del repertorio operístico convencional y explorar, en cambio, obras de compositores contemporáneos, llenas de sonidos extraños e inquietantes; o bien desenterrar piezas caídas en el olvido, como las misas, los rondós y los motetes de Gillaume de Machaut, escritas en el siglo XIV.

Hizo su debut en París —¿dónde más?— cantando la controvertida ópera de Ernst Krenek Jonny spielt auf en 1928. Durante la década de los 30 se mezcló con la crema y nata de la intelectualidad europea, incluyendo a la compositora francesa Nadia Boulanger, cuyo salon parisino reunía a los personajes más glamorosos de la época. Tras la ocupación alemana de París, Hugues regresó a su Suiza natal donde fue contratado como maestro de canto en el Conservatorio de Ginebra.

En 1951, en Venecia, Hugues cantó en el estreno mundial de la ópera de Igor Stravisnki The Rake’s Progress (o La carrera del libertino) en el papel de Sellem, junto con la gran soprano alemana Elizabeth Schwarzkopf. Después cantó en varios de los foros más importantes de Europa, como el festival de Glyndebourne, la Scala de Milán y el Covent Garden de Londres.

En 1987, Cuénod debutó en la Metropolitan Opera House de Nueva York en el papel del emperador Altoum, en Turandot de Puccini, y rompió el récord de la persona de más edad en debutar en dicho escenario. Tenía ochenta y cinco años.

Y es que, había olvidado mencionarlo, pero monsieur Cuénod nació un 26 de junio de 1902, lo cual quiere decir que hace poco cumplió ciento seis años. (!!!)

También había olvidado mencionar que Cuénod es gay y lo que se dice un “asalta-cunas”, pues desde hace varios años anda con un hombre cuarenta y un años menor que él, un muchachito de apenas sesenta y cinco años llamado Alfred Augustin.

En 2006 se aprobó en Suiza una ley que permite una especie de sociedad de convivencia entre personas del mismo sexo (una fortuna más, en la siempre afortunada vida de Cuènod), lo cual permitió que Alfred y Hugues formalizaran su relación, cosa que hicieron en enero de 2007, cuando este último tenía ciento cuatro años.

La pareja vive en un castillo del siglo XVIII, el Château de Lully, a orillas del Lago Leman, en el cantón suizo de Vaud, el cual ha pertenecido a la familia de Cuénod desde hace más de doscientos años (el castillo, no el lago ni el cantón). Según declaró hace poco Augustin, el longevo tenor disfruta salir a pasear en su Lamborgini convertible, a la mayor velocidad posible y con la capota baja, para que el aire sacuda su pelo blanco, el cual lleva bastante largo.

No sé si haya alguna moraleja o lección que aprender en esta historia. Lo que sí sé es que cada vez que pienso en la vida de Hugues Cuènod, o escucho alguna de sus grabaciones (que son difíciles pero no imposibles de conseguir) siento en el estómago una agradable sensación de calidez y de esperanza.

jueves, 2 de octubre de 2008

No se olvida.

"Orrenda, orrenda pace!
La pace dei sepolcri"
Giuseppe Verdi, Don Carlo
En su columna de hoy, en La Jornada, Soledad Loaeza sostiene que “el movimiento estudiantil mexicano del verano de 1968 fue también una crisis de guerra fría.” Argumenta, con el estilo lúcido y elegante que la caracteriza, que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz no estaba amenazado por un levantamiento comunista, sino por la paranoia del gobierno de Lyndon Johnson, quien, después de Fidel Castro y empantanado en Vietnam, no tenía paciencia para lidiar con pequeños desafíos en su esfera de influencia (léase México).

Y es que, desde el triunfo de la Revolución cubana en 1959 y durante toda la década de los 60, una de las primeras prioridades de la política exterior de Estados Unidos fue impedir, a como diera lugar, que el comunismo se extendiera por América Latina. Y cuando digo “a como diera lugar” quiero decir que no dudaron en movilizar a sus fuerzas armadas para intervenir en cualquier país de la región que estuviera en riesgo, por remoto e improbable que fuera, de sucumbir ante la amenaza roja.

Por mencionar algunos ejemplos, en 1962, Washington financió la fallida invasión de opositores cubanos en Bahía de Cochinos; en 1964 se produjo un enfrentamiento entre estudiantes panameños y tropas estadounidenses establecidas en el Canal, del que resultaron varios muertos; ese mismo año cayó el presidente brasileño Joao Goulart, víctima de un golpe militar que tuvo el pleno apoyo de la Casa Blanca; en abril de 1965, con el pretexto de proteger la vida de estadounidenses en República Dominicana, desembarcaron en la isla más de 42 mil marines para combatir a las fuerzas que buscaban restablecer el gobierno democrático de Juan Bosch, que había sido depuesto dos años antes por grupos favorables al dictador Trujillo.

Así, según la Loaeza, lo que motivó al gobierno de Díaz Ordaz para reprimir con tanta fuerza y celeridad el movimiento estudiantil, fue la intención de tranquilizar al vecino del norte, de demostrarle que tenía la situación bajo control y de prevenir una intervención armada que pusiera nuestra preciada soberanía nacional. Desde este punto de vista, su decisión pareciera casi heroica.


El propio Díaz Ordaz hizo explícita esta preocupación 15 de junio de1968, en la ceremonia del Día de la Libertad de Prensa, cuando, visiblemente emocionado y en un tono casi de pánico, afirmó que “por ningún motivo, en ningún caso, en ninguna circunstancia” el gobierno pediría a otra nación que interviniera en asuntos internos, “preferimos millones de veces la muerte antes que solicitar soldados del exterior para que vengan a imponer el orden interior”. Lo que no aclaró el señor presidente (ni tampoco lo dice la Loaeza) fue a la muerte de quien se refería. El 2 de octubre quedó bastante claro.


No, la matanza de Tlatelolco no se olvida. Se estudia, de discute, se analiza, se explica, se comprende, pero no se olvida…. Y tampoco se perdona.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Canciones pegajosas

La frase de “se me pegó una canción” me parece una metáfora de lo más acertada. Porque así es precisamente como se siente, como si una melodía se adhiriera en alguna parte del cerebro como se pega un chicle a la suela del zapato.

Existen tantos remedios caseros para despegar una canción (quizá sería más apropiado decir, para exorcisar una canción) como para quitar el hipo. El que yo recomiendo consiste en cantarle la melodía en cuestión a otra persona hasta conseguir que se le pegue a ésta también. Ni siquiera es necesario cantar, tararear ni silbar la tonadilla: muchas veces basta con escribir alguna línea clave en la cabacera del messanger o mandarla en un mensaje de texto para que se produzca el contagio y, con él, el exorcismo. Hay que aclarar que este método no es, ni mucho menos, infalible: puede ser que después del contagio la canción siga tan fuertemente pegada como antes, pero al menos queda el consuelo de compartir el padecimiento con alguien más y sentirse menos solo.

Hay casos en los que traer pegada una melodía es muy digno, tolerable y hasta agradable, como cuando se trata, por ejemplo, de un pasaje de La Pasión según San Mateo de Bach, de un tema de Las bodas de Fígaro o de cualquier canción de los Beatles. Si es el caso, conviene relajarse y disfrutar el pegoste. Lo más probable es que, después de un tiempo razonable, la melodía se vaya marchitando sola hasta que caiga por su propio peso, como una hoja en otoño.

Sin embargo, es más frecuente que la canción pegada no sea tan honrosa: alguna melodía de esas que transmiten con insistencia compulsiva las estaciones de radio, cuyo único mérito es precisamente el de ser pegajosa. Puede ser un reggaeton o una balada romántica de Sin bandera o algún otro intérprete similar. A menos que sea uno sordo, o que lleve consigo tapones para los oídos, está expuesto a una indeseable adhesión de este tipo en todo momento del día.

Pero tenemos que ser sinceros: aunque nos avergüence admitirlo, también somos capaces de disfrutar canturreando durante horas seguidas la misma estrofa de una de estas pegostiosas composiciones. Reconózcalo, amable lector: usted también, más de una vez, se ha descubierto a sí mismo regodeándose en el ritmo repetitivo, en la melodía simple, en la letra absurda de una de estas piezas desprovistas de cualquier valor artístico o estético. Sin embargo, si va a dejarse llevar por este culposo placer (¿que placer que merezca llevar ese nombre no es, en alguna medida, culposo?) no debe olvidar hacerlo siempre en voz muy baja, o bien en el coche, en la regadera o en la soledad de la recámara, ya que, de ser escuchado por algún oído indiscreto, corre usted el riesgo de acabar para siempre con su reputación de persona de buen gusto musical. No toda la gente es comprensiva con las víctimas de una rolita pegajosa.

Ahora bien, hay casos —raros, pero no imposibles— en que una canción pegada, mejor dicho clavada, en la mente de un individuo, puede ser tan endiabladamente molesta, tan dolorosamente mala, tan absolutamente nausebunda, que se convierte en una tortura insoportable para la inocente víctima. Por ejemplo, si la canción de la que se trata es cualquiera de Ricardo Arjona, el único tratamiento recomendado es el suicido inmediato.

lunes, 29 de septiembre de 2008

El brazo de abajo

En una entrega anterior de este mismo blog hablé de un problema muy grave de la vida en pareja, el de la nomenclatura. Hoy quiero referirme a otro problema más terrenal, pero no menos grave. No es una cuestión semántica, sino, digamos, ergonómica. Me explico:


Cualquiera que tenga una pareja más o menos estable con la que comparta regularmente momentos de intimidad sabe que hay pocas cosas tan deliciosas en la vida como esos instantes, que normalmente vienen después de la actividad amatoria, en los que ambos amantes yacen sobre un costado, abrazados, uno detrás de otro, en total relajación, en una posición cóncava a la que los especialistas en la materia llaman “de cucharita”. En esta posisión, los cuatro pies (de preferencia descalzos) se acarician delicadamente los unos a los otros. En estos ratos sublimes, que pueden durar pocos minutos o varias horas, ambos miembros de la pareja se funden en un solo ser maravilloso y bicéfalo. Son momentos perfectos. O lo serían si no fuera por un pequeño detalle: el brazo de abajo.

Me refiero, por supuesto, al brazo de la persona que queda atrás, en la parte exterior de la cuchara. Llamémosle sujeto A. Y me refiero también al brazo —derecho o izquierdo, según sea la dirección del abrazo— que queda abajo, es decir, entre el cuerpo y el colchón. Si las cosas no se hacen con cuidado, dicha extremidad puede quedar aplastada por el peso del monstruo de dos cabezas, lo cual suele cortar el flujo circulatorio del miembro en cuestión produciendo una desagradable sensación de cosquilleo desde el codo hasta la punta de los dedos, la cual a su vez, inevitablemente, acaba por romper el encanto del momento (lo cual es siempre una verdadera lástima).

Hasta ahora, la única solución que existe para el delicado problema del brazo de abajo es pasarlo por el hueco que se forma debajo del cuello, entre la cabeza y el hombro de la persona de adelante (llamémosle sujeto B). Sin embargo, para que esta vía resulte viable necesitan conjugarse, en perfecto equilibrio varios elementos: el ángulo del cuello, la altura de las almohadas, la posición del brazo. Para lograr esta delicada conjunción, a menudo se requieren complicados cálculos geométricos y anatómicos, que resultan particularmente difíciles en esas situaciones de relajamiento —a veces, agotamiento— extremo. No es, pues, una solución práctica.

Ni el Kama Sutra ni ningún otro texto sobre temas relacionados proponen una solución a este conflicto, ya que no se trata de una posición sexual sino, más bien, post-sexual (lo cual, aparentemente, la hace menos interesante desde el punto de vista de las ventas de libros). Sin embrago, al menos para mí, es una cuestión de enorme trascendencia.

Por eso les sugiero a los inventores americanos (o a quien quiera que sea que diseña los novedosos y utilísimos productos que se anuncian en los llamados infomerciales) que enfoquen sus ingeniosos cerebros en esa dirección. Si la ciencia moderna ha creado almohadas con memoria, cuchillos que pueden cortar latas de aluminio, focos portátiles que no se calientan, bombas que extraen el aire de cualquier recipiente para evitar la descomposición de los alimentos, si hay incluso aparatos que sacuden los pies del usuario mientras éste se halla tumbado en el piso, produciéndole una infinidad de resultados benéficos para el cuerpo y el espíritu, ¿por qué no pueden inventar un sistema que acabe de con el problema, tan viejo como la humanidad misma, del brazo de abajo?

A mi se me ocurre un colchón con una especie de agujero cilíndrico o túnel por el que la el sujeto pueda pasar la problemática extremidad sin dejar de abrazar a su enamorado/a con el brazo de arriba (nótese que uso la terminología peruana). De acuerdo, tal vez no sea una solución perfecta, pero por algo yo no soy inventor.

El día que alguien invente un dispositivo que termine de una vez por todas con este ancestral problema, se hará merecedor de mi más completa admiración y sabrá que ha prestado un servicio invaluable a los enamorados de todo el mundo.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Animal Planet


Hay unos peces de la familia de los cíclidos (o cichlidae), pequeñajos y bastante comunes en los acuarios y peceras, que llaman la atención por sus curiosas costumbres de apareamiento. Cuando está madura para ello, la hembra desova en el agua e inmediatamente se mete los huevos en la boca con el maternal afán de protegerlos, pero también con la suprema estupidez de guardárselos sin haberlos fertilizado antes, de modo que los huevos en cuestión podrían quedarse para siempre ahí, dentro de su boca sin transmutarse jamás en pececitos.

Pero hete aquí que entonces, afortunadamente para los cíclidos, entra en funcionamiento un viejo truco de magia de la naturaleza. Los machos de esta especie llevan tatuada, a lo largo de la aleta anal, una fila de circulitos amarillos que reproducen, con bastante exactitud, las huevas que la hembra acaba de soltar. Cuando la protectora y tonta madre cíclida ve estos dibujos, cree que dejó algunos huevecillos fuera de la boca y de inmediato se da a la tarea de recuperarlos, para lo cual se pone a mordisquear afanosamente la aleta del macho, tratando de ponerlos a buen recaudo junto con los demás huevos. El resto es previsible: el mordisqueo provoca la eyaculación del pez y parte del esperma va a parar a la boca de la hembra, donde fertiliza los huevos ahí recogidos. Eventualmente, éstos se convierten en tiernos alevines, o pecesitos bebés.

Este complejo mecanismo les ha permitido a los cíclidos colonizar gran diversidad de ambientes, desde ríos tropicales de aguas blandas como el Amazonas hasta los grandes lagos africanos Tanganika y Malawi, con aguas dulces de elevada mineralización. Incluso crecer y reproducirse en las peceras más decuidadas. Wikipedia —¡oh, fuente inagotable de sabiduría!— los define como “una familia de peces de gran éxito evolutivo.” Un aplauso a los cíclidos.

Los sistemas de emparejamiento de los seres vivos son a menudo muy complejos: no resulta nada fácil perpetuarse contra la dureza del medio, las hambrunas, los depredadores, las enfermedades y los rigores del azar. Para muchas criaturas, reproducirse es un verdadero arte o un logro heroico: remontan torrenciales ríos durante cientos de kilómetros, como los salmones; o construyen verdaderos palacios, como algunos pájaros; o saben que van a morir en el intento, como ciertos insectos. No me sorprende, pues, la complejidad del rito de fertilidad de los cíclidos. Lo que me cautiva es el truco, el engaño, la tranza.

Quiero decir que si estos coloridos pescaditos son tan brutos como para no saber fertilizar sus huevos, y para guardárselos en la boca cuando aún están vacíos, ¿de dónde sale esa refinadísima inteligencia genética que les pinta un señuelo en su propio cuerpo? Esto es: sus células los engañan y son más listas que ellos. Su propia estupidez es lo que los vuelve “exitosos” como especie.

Los creyentes dirían que es cosa de Dios y de Su Infinita Providenia. Pero uno no es lo que se dice creyente (Dios se parece demasiado a nuestra necesidad de Él, a nuestra debilidad y a nuestro miedo para que me quepa en la cabeza o para que confíe en su existencia). Por su parte, los científicos dirán que es cosa de la evolución; que un día aparecieron por puro azar unos cíclidos con manchas amarillas en la cola y que estos peces se reprodujeron mejor que los no manchados, por o que sus genes acabaron triunfando. Y esta explicación evolutiva, sí me cabe en la cabeza, y resulta sensata, y me la creo.

Pero aún así, el caso de los estúpidos cíclidos y de su éxito reproductivo me deja con una incómoda sensación de desconfianza. Me hace sospechar que no sólo nuestros padres nos mienten, que no sólo los políticos nos engañan, que no sólo nuestros amigos nos traicionan, sino que también la naturaleza, nuestra querida Madre Naturaleza, es capaz de aprovecharse de nuestra ingenuidad y tendernos trampas (siempre por nuestro propio bien, eso sí). ¿Qué si los humanos no fuéramos más listos que los cíclidos? ¿Qué tal que no somos nosotros los que estamos acabando con el Planeta, como tan a menudo oímos decir, sino que es el Planeta el que está jugando con nuestras mentecitas? ¿Qué tal si el calentamiento global no es sino una parte de la maquiavélica estrategia del Universo? Esta hipótesis tiene algo de tranquilizadora: nos releva de la terrible responsabilidad ecológico-moral que cargamos sobre nuestros hombros.

Pero también tiene algo de inquietante: quiere decir que la Naturaleza es sabia, sí, pero también es tramposa.

jueves, 25 de septiembre de 2008

¿Flaquito?

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La verdad, siempre me ha dado gran ternura y simpatía esa tendencia que tenemos los mexicanos de aplicar los diminutivos con gran prodigalidad. No es raro escuchar frases como: ¿Me podría regalar unos limoncitos para estos taquitos? Y también más tortillitas, pero que estén bien calientitas, por favor, en las que el diminutivo se aplica sin relación alguna con el tamaño físico de los limones, los tacos ni las tortillas. Qué decir de aplicarlo a un adjetivo como caliente. Sin embargo, hay veces en que el uso del diminutivo no me parece ni tierno ni simpático.

Casi siempre, para describirme a mi y a otras personas con mi misma complexión física, la gente usa el término “flaquito”. ¿Por qué no dicen simplemente “flaco”? No creo que tenga que ver con mi tamaño, porque, si bien es cierto que no es mucho el volumen que ocupo en el universo físico, no puedo ser considerado una persona pequeña, comparado con la media nacional (mido un metro setenta y cinco centímetros de estatura).

El uso del diminutivo en este caso también pudiera deberse a una graduación o cuantificación. Como cuando decimos que alguien es "guapito" para dar a entender que no es tan guapo, cuando quedamos de vernos en la "nochecita" para aclarar que no queremos que sea tan noche. Pero me temo que este no es el caso tampoco: a nadie que me haya visto se le ocurriría decir que no estoy tan flaco (a menos que el punto de comparación sea la media nacional somalí).

Por lo tanto, debe haber otra explicación para la aplicación tan injustificada del sufijo -ito y mucho me temo que es la siguiente:

Cuando la gente quiere que una palabra que considera peyorativa no suene tan peyorativa, la reduce como para hacerla más cortés. Como si diciendo “negrito” para referirse a alguien de raza negra, o “indito” para designar a un indígena, o “mongolito” para una persona con síndrome de Down, el comentario fuera menos cruel, menos racista, cuando es exactamente a la inversa. Puede sonar cómico oír a alguien referirse a un basquetbolista afroamericano de más de dos metros como negrito o a una monumental cocinera zapoteca de ciento veinte kilos como indita. Pero en realidad no tiene nada de cómico: es más bien indignante.

El razonamiento oculto detrás del diminutivo es el siguiente: “como es tan pequeño, no podemos culparlo por ser tan prietito.” Además de presuponer que ser negro o indio es una condición inferior, aplicar el diminutivo en estos casos disminuye a las personas (por algo se llama diminutivo), las minimiza, las infantiliza, las anula como seres humanos (al menos como seres humanos de tamaño normal y edad adulta).

La verdad, a mi no me importa que me describan como “flaquito” (aunque, si se empeñan en emplear eufemismos, yo sugeriría palabras como delgado o esbelto). Lo que sí les voy a suplicar a mis amables lectores es que se abstengan de usar el diminutivo para expresar su racismo, su intolerancia y su estupidez.

(Ojo: nada de lo dicho en este artículo aplica para el Negrito Sandía, la Negrita Cucurumbé ni el Negrito Bailarín de las respectivas canciones de Cri-cri, ya que dichos personajes son efectivamente pequeños, por su tamaño o por su edad, por lo que, en sus casos, el diminutivo está perfectamente justificado.)