viernes, 17 de octubre de 2008

Es legal

Es legal que los grandes empresarios especulen y cambien todos los pesos que quieran por dólares, aunque esto implique que a la vapuleada economía nacional se la acabe de cargar la fregada.
Es legal que el director del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes haya gastado, en su primer año de gestión, más de 800 mil pesos por concepto de viáticos en sus viajes personales mientras a la vapuleada cultura nacional también se la esté cargando la fregada.
Es legal que la Comisión Nacional del Agua use su prepuesto para imprimir y enviar cartas que celebren los logros de la administración de Felipe Calderón mientras las inundaciones tienen a miles de mexicanos con la mierda hasta el cuello (véase el post correspondiente).
Es legal que la Iglesia Católica siga diciendo que es pecado usar condón y es legal que la gente lo crea.
Es legal que Carlos Cuauhtémoc Sánchez escriba y publique cuanta estupidez le pase por la cabeza; es legal que la gente compre sus libros y, lo peor, es legal que los lean.
Es legal que los padres chantajeen a sus hijos y les llenen la cabeza y el alma con complejos e inseguridades; y es legal que los hijos abandonen a sus padres, ya ancianos, en sórdidos asilos o en la soledad de sus casas.
Es legal que las grandes compañías farmacéuticas vendan los medicamentos que producen al precio que se les dé la gana y lucren con la salud y la vida de millones de personas.
Es legal que los hombres griten e insulten y aterroricen a sus mujeres y amenacen con golpearlas (porque si las golpean, entonces si ya no es legal).
Es legal que los talleres mecánicos se aprovechen de la completa ignorancia de uno en materia automotriz y le cobren sumas exorbitantes por reparaciones supuestamente indispensables.
Es legal que los jefes humillen a sus subalternos y los despojen de toda dignidad humana, sabiendo que no pueden defenderse a riesgo de perder su empleo (todos hemos visto casos).
Es legal que una señora atrapada dentro de su camioneta en el tráfico ocasionado por una manifestación diga: “Deberían matar a todos esos revoltosos. Para eso está la policía, ¿qué no?”
Es legal que Elba Ester Gordillo… bueno, es legal que Elba Esther Gordillo exista.
Es legal decir que el SIDA es un castigo divino.
Son legales las canciones de Maná y de Ricardo Arjona.
Son legales las revistas como Caras y Quién.
Es legal decir idioteces como “los pobres son pobres porque quieren” o “no le des dinero al mendigo, que seguro vive mucho mejor que uno, y sin trabajar”.
Es legal decir que no te gustan los Beatles.
Es perfectamente legal —gracias a Dios— perder el tiempo despotricando contra todo aquello que es legal y no debería serlo.
Es legal que le rompan a uno el corazón.
Es legal votar por el Partido Nueva Alianza (o como se llame el pseudos-partido político de Elba Esther).
Es legal enamorarse de la persona equivocada.
Es legal creer que Paul Potts, Filippa Giordano o Sarah Brightman son grandes cantantes de ópera.
Es legal leer un post tan interesante y bien escrito como el de "Divas" y no publicar ni un comentario.
Es legal irle al América.
Es legal la estupidez.
Es legal el mal gusto.
Es legal el racismo, legal la homofobia, legal el machismo y legal la intolerancia.
Son legales la crueldad, la mezquindad, la hipocresía y la doble moral.
En fin, hay una larguísima lista de cosas que son molestas, ofensivas o ridículas pero que no están prohibidas por ninguna ley (estoy seguro que usted, amable lector, puede pensar en varias más).

Y, sin embargo, cuando hace un par de días, un asambleísta propuso que la marihuana, una hierbita tan inocente y de efectos tan placenteros, debería ser legal en el Distrito Federal, entonces sí las buenas conciencias rasgan sus vestiduras y ponen el grito en el cielo.

Los designios de los legisladores —como los de Dios— son inescrutables.

jueves, 16 de octubre de 2008

Constancia

Sólo quiero dejar registro escrito de que hoy, jueves 16 de octubre de 2008, a las 2:10 de la tarde, me siento total y completamente feliz.

miércoles, 15 de octubre de 2008

El Ombligo de la Luna

Había una vez un lago al que los habitantes de la zona llamaban, (haciendo gala de un admirable sentido poético), el Lago de la Luna. Y en el centro del lago había una isla. Era más bien un islote, pequeñajo, en el que no había (porque no cabía nada más) más que unas cuantas piedras, algunos nopales, dos o tres magueyes, un puñado de ranas y lagartijas y algunas humildes chozas de pescadores. Por su forma casi circular y por su posición en el centro del lago, los habitantes llamaban al islote (haciendo gala no sólo de su sentido poético, sino también de su refinado sentido del humor) el Ombligo de la Luna.

Un mal día, los ombligueños vieron desembarcar en su isla a decenas de hombres extraños, venidos de una tierra remota, armados hasta los dientes. Les dijeron que había una antigua profecía, que si el nopal, que si el águila, que si la serpiente, en fin, que los dioses habían ordenado que se establecieran en el Ombligo de la Luna y fundaran ahí lo que sería la capital de un gran imperio. Los pescadores que habitaban el islote se mostraron extrañados: el modesto Ombligo no era lo suficientemente grande para construir en él una ciudad, mucho menos a la capital de un gran imperio. Sin embargo, no opusieron mayor resistencia, al fin y al cabo, ¿quiénes eran ellos, pobres ombligueños, para cuestionar los designios de los dioses que siempre han sido inescrutables y que siempre favorecen las conveniencias de los poderosos?

Las conquistas siempre tienen un elemento lingüístico y ésta no fue la excepción: los nuevos moradores apellidaron al Ombligo de la Luna con otro nombre más largo y rimbombante, en honor a su jefe: Tenoch. Como no tenían mucha imaginación, pusieron el mismo título a las otras poblaciones que iban conquistando, como Tlatalolco-Tenochtitlan.

Lo primero que se construyó fue un majestuoso templo que abarcó casi la totalidad de la extensión de la isla. Después fue necesario levantar palacios para que habitaran los sacerdotes y los reyes y chozas para que habitaran sus sirvientes. Para ello, empezaron extender el Ombligo, ganándole terreno al agua, mediante un ingenioso sistema de tierras flotantes conocidas como chinampas. También construyeron cuatro calzadas, hacia el norte, el sur, el este y el oeste, que comunicaban a la isla con otras poblaciones de la orilla del Lago de la Luna, para que la gente pudiera llegar ahí a pie, especialmente los días de mercado, cuando cientos de personas acudían a comprar y vender todo tipo de productos. Nótese que dije “a pie” y no en carros o carretas, porque a los nuevos señores del Ombligo, que eran tan ingeniosos para interpretar la voluntad de los dioses y para conquistar territorio, no se les había ocurrido una idea tan sencilla como la rueda.

En cualquier caso, la profecía se cumplió: el imperio se extendió hasta los confines mismos del mundo conocido: las áridas llanuras pobladas por tribus nómadas del norte y las impenetrables selvas del sur. El otrora humilde Ombliguito se convirtió en una metrópoli de primer orden.

Después llegaron nuevos conquistadores aún más extraños que los anteriores, procedentes de tierras aún más remotas y todavía mejor armados. Y ellos también decían que actuaban en cumplimiento de la voluntad de sus dioses. Así que los ombligueños, una vez más, no opusieron mayor resistencia y aceptaron resignados el nuevo cambio.

Los nuevos colonizadores impusieron una nueva lengua y una nueva religión, pero tuvieron el buen gusto de respetar el antiguo nombre del Ombligo de la Luna y sólo se deshicieron del rimbombante añadido "Tenochtitlan", quizá por considerarlo demasiado difícil de pronunciar, quizá para no honrar a un monarca extranjero.

En los años siguientes, se designó con el nombre del Ombligo de la Luna a toda la región, que primero se llamó reino, luego imperio, luego república, luego otra vez imperio y luego otra vez república. Incluso el golfo adyacente fue bautizado con el nombre del Ombligo de la Luna. En determinado momento, se le llamó así a una inmensa porción de América del Norte y del Centro, que se extendía desde las heladas montañas rocallosas hata el istmo de Panamá (que entonces no tenía canal). Aunque el pobre Ombligo fue incapaz de gobernar una extensión tan grande por mucho tiempo y rápidamente perdió, pedazo a pedazo, una porción considerable de la misma, siguió siendo el territorio más grande que debe su nombre a una sola ciudad, no se diga a un islote.

Por otra parte, la ciudad, es decir, el Ombligo propiamente dicho, también siguió creciendo hasta cubrir casi por completo el Lago de la Luna (del cual hoy queda sólo una pequeña parte, a la que llamamos Lago de Texcoco). Rápidamente devoró a las poblaciones cercanas como Tlatelolco, Chapultepec, Tacuba, Mixcoac y Atzcapozalco. Y después otras más lejanas, como Tlanepantla, Coyoacán, San Ángel, Tizapán, Tlalpan, Ecatepec, Atenco, Texcoco, Iztapalapa, Xochimilco, mil más.

El Ombligo de la Luna siguió creciendo, engordando, hasta que, en los años ochenta, su zona urbana se traslapó con la de Toluca, con lo cual se hizo merecedor del título de “megalópolis”. Según los expertos, y si la tendencia continúa, para el año 2020, el ombligo-monstruo devorará las ciudades de Cuernavaca, Puebla, Tlaxcala y Querétaro, con lo cual llegará a ser la urbe más extensa y más poblada de la que se tenga registro en la historia de la humanidad.

Moraleja: nunca hay que subestimar la importancia de un ombligo.

martes, 14 de octubre de 2008

Divas

En la maravillosa novela de Manuel Mújica Lainez, El Unicornio, el escritor argentino nos dice que las hadas existen, que han existido siempre, que “es menester ser ciego para no verlas, para no reconocerlas, pues su enjambre pulula por doquier”. Son hadas esas mujeres extravagantes que derrochan euros en los casinos de Venecia o Montecarlo, cuyas edades, rentas y procedencias se ignoran, que les imponen a la ruleta malabarismos estupendos, como la sospechosa complacencia de reincidir en el mismo número más vueltas de lo previsible, mientras lo siguen cargando de fichas con ademanes indolentes y expelen humo de sus largas boquillas. Son hadas esas fabulosas e inmemoriales damas que desfilan (casi vuelan) en los halls de los hoteles internacionales del brazo de hermosos muchachitos, infinitamente más jóvenes que ellas, que las miran con ojos de adoración.

Una variante de estos seres sobrenaturales son las divas. Y por divas me refiero a esas criaturas misteriosas y bellas, de carácter siempre difícil, que con la magia de sus voces, sus miradas y sus sonrisas, despiertan la fanática idolatría de miles de seguidores. Fueron grandes divas Sarah Bernhardt, Claudia Muzio, Greta Garbo, María Félix, Ana Pavlova y por supuesto, la diva de divas, Maria Callas. Son una especie en peligro de extinción, pero aún quedan algunas, como Catherine Deneuve, Sofía Loren y Montserrat Caballé.

Son seres de carácter casi mitológico, mitad artistas, mitad diosas. Pero no son, ni remotamente, perfectas. De hecho, en las anécdotas que corren sobre las divas, siempre se pone de manifiesto alguno de los múltiples defectos o manías que suelen caracterizarlas: su vanidad monumental, su temperamento explosivo, sus apetitos indómitos (gastronómicos, monetarios o carnales). Casi siempre tienen algo de ridículo. Y sin embrago, quien cuenta la anécdota, siempre lo hace con un tono de reverencia, como quien habla de una reina.

El hábitat natural de estas criaturas es, por supuesto, la ópera: es un mundo lleno de fantasía, de excesos, de magia y de una especie de lujo decadente, que constituye el escenario ideal para que la diva despliegue su misterioso encanto. Es una relación simbiótica: las divas necesitan de la ópera como la ópera necesita a las divas. Es necesario su embrujo para convencernos de que la mujer de noventa kilos o más que está cantando sobre la escena, es en realidad una bellísima cortesana parisina a punto de morir de tisis o una adolescente japonesa, delicada y grácil como una mariposa.

El sábado acudí al Auditorio Nacional para presenciar la transmisión en vivo, desde el Metropolitan Opera House de NuevaYork de la ópera Salomé de Richad Strauss. La cantante que interpretaría al papel titular era la célebre soprano finlandesa Karita Mattila. La transmisión se inició cuando el equipo de cámaras se coló tras bastidores y logró llegar hasta el camerino de la Mattila para hacerle ahí una entrevista relámpago, apenas unos segundos antes de que se alzara el telón. La cámara (y con ella todos los espectadores) la alcanzó en el momento en que se estaba calzando unas zapatillas de plástico rosa, que, vistas de cerca, denotaban su ínfima calidad.

—Miss Mattila,— le dijo la conductora — ¿quiere dirigirle al público unas palabras antes de iniciar la función?
—Quiero decir lo que siempre digo antes de una ópera —respondió la soprano— Let’s kick ass!
Con estas tres palabras, tan comunes en el léxico estadounidense actual, (que significan literalmente, “vamos a patear traseros”) la finlandesa desagarró de un tajo el velo de misterio y glamour que la cubría, demostró que no era una diosa, sino un ser humano de carne y hueso, accesible, común y corriente…. muy corriente. Y, con ello, cerró la puerta (o al menos le puso un gran obstáculo), a la magia que debía transformarla en Salomé, la hija de Herodías, la hermosa y cruel princesa-niña de Judea.

La música de Strauss es cautivadora. Las palabras del libreto, basado en una obra de Oscar Wilde, son bellísimas. La producción era impresionante. Y debo decir que la Mattila hizo su parte bastante bien: demostró que tiene capacidades vocales e histriónicas extraordinarias. El final, cuando Salomé, en el paroxismo del deseo, besa en los labios la cabeza cortada de Juan el Bautista, todavía chorreando sangre, fue hermoso y escalofriante.

Sí, Karita Mattila es una excelente cantante. Incluso puedo decir que es una gran artista. Pero me temo que no es una diva. No es un hada.

jueves, 9 de octubre de 2008

Sobre "Edgar" o la mediocridad

Hace unos días supe que la Compañía Nacional de ópera va a representar, antes de que termine el “año Puccini” la ópera Edgar, y que,, por alguna razón, quieren que sea un servidor quien escriba las notas para el programa de mano. Para ser sincero, cuando recibí el encargo no sabía prácticamente nada de esta ópera, así que tuve que ponerme a investigar un poco y he aquí lo que encontré:

Edgar fue la segunda ópera de Giacomo Puccini. También fue, desde su estreno, la menos exitosa de cuantas compuso el compositor luqués y, por lo tanto, la menos conocida.

Su primera ópera, Le villi (1884), no gozó de gran éxito pero, por alguna razón, gustó mucho al editor Giulio Ricordi, una de las personalidades más influyentes en el ámbito de la ópera italiana de la época. Convencido del talento del joven Puccini (que por entonces acababa de cumplir treinta años), Ricordi lo comisionó al para que compusiera una nueva ópera para la Scala de Milán.

Poco antes, la amante del compositor había dejado a su marido para irse a vivir con él y, no contenta con ello, le había dado un hijo. Así cuando recibió la oferta de Ricordi, el compositor tenía una mujer (famosa por su carácter difícil y sus exigencias constantes) y un niño recién nacido que mantener, ningún trabajo que le proporcionara una paga fija, y unos magros ahorros, producto de las ganancias de su primera ópera, que iban mermando a una velocidad alarmante. Por ello, vio en el encargo una oportunidad de oro.

El libretista elegido fue el mismo que escribió el texto de Le villi, el poeta milanés Ferdinando Fontana. Se decidió que el tema sería una variación del drama de Alfred de Musset La coupe et les levres. La historia, situada en Flandes a principios del siglo XIV, trata de un soldado (Edgar) que debe escoger entre el amor casto de una joven de su pueblo (Fidelia) y la pasión desbordada de una exótica y sensual gitana (Tigrana).

Empezamos mal: cualquiera que lea este resumen y que sepa dos palabras de ópera puede darse cuenta de que esta trama se parece demasiado a la de Carmen. No obstante, quizá para diferenciarla de la inmortal ópera de Bizet, Fontana agregó una maraña de intrigas, de sub-tramas, de engaños, de cuestiones nacionalistas, de muertes fingidas, hasta hacer del libreto un impenetrable berenjenal.

Ahora bien, que la trama de una ópera se parezca sospechosamente a la de otra anterior no tiene nada de raro. Así, por ejemplo, Manon Lescaut de Puccini es un reamake de la Manon de Massenet, la cual, a su vez, tiene claros paralelismos con la La traviata de Verdi. Y esto no implicó que ninguna de estas óperas fuera menos exitosa. Que un libreto sea enredoso e inverosímil tampoco tendría que ser, en principio, un obstáculo para el triunfo de una ópera. Véase si no el caso de Il trovatore cuyo argumento es absolutamente descabellado y, sin embargo, conserva su lugar como una de las obras más populares del repertorio.

El 21 de abril de 1889, Edgar se estrenó en la Scala de Milán con el tenor Gregorio Gabrielesco en el papel titular, la soprano Aurelia Cattaneo como la dulce Fidelia y la soprano Romilda Pantaleone como la voluptuosa gitana Tigrana. Continuaron representaciones en el Teatro Comunale de Ferrara (1892), en el Teatro Real de Madrid (1892) y en el Teatro Colón de Buenos Aires (1905). En México nunca se ha representado completa.

Para decirlo llanamente, la ópera fue un fracaso rotundo. No gustó ni al público ni a los críticos de Milán ni de ninguna de las ciudades en las que se representó, a pesar de las modificaciones que Puccini aplicaba antes de cada estreno para tratar de mejorar la acogida del público (cambió la tesitura de Tigrana de soprano a mezzo, modificó el final del segundo acto y cortó de tajo el cuarto). Pero cada nueva versión resultaba menos exitosa que la anterior.

Puccini atribuyó el fracaso a las deficiencias del libreto, que no estaba a la altura de su música, y juró no volver a trabajar con Fontana. Sin embargo, como dije antes, los errores del libreto no son razón suficiente para hacer fracasar así una ópera. Me temo, después de haber escuchado una grabación de Edgar (cantada por Carlo Bergonzi y Renata Scotto) que la culpa de la debacle la tiene, más bien, la música de Puccini, en la que no encontré por ningún lado esas melodías tiernas y pegajosas que caracterizan su obra posterior. Me pareció que, en general, la música carece de espontaneidad y emoción, que suena rígida, acartonada, cursi, en una palabra: mediocre.

Sólo hay algunos fragmentos rescatables de Edgar, como la imponente marcha fúnebre del tercer acto, (que fue interpretada en el funeral del propio Puccini bajo la batuta de Arturo Toscanini); o el aria, bastante conmovedora, Addio, mio dolce amor.

El caso de Edgar me hizo reflexionar: ¿cómo puede ser que a los treinta años bien cumplidos Puccini no diera aún el menor indicio del inmenso talento que mostraría en su madurez? ¿será que no todos los genios lo son desde su infancia, como lo fue, por ejemplo, Mozart? Al parecer, hay artistas precoces y otros más bien retardados, o mejor dicho, lentos. Como Puccini, que de jóven fue (hay que decirlo de una vez) un compositor mediocre.
La conclusión es esperanzadora: aún aquellos de nosotros que, hasta el momento, no hemos demostrado el menor talento para nada, podríamos, el día menos pensado, sentarnos y componer una sinfonía inmortal o escribir la Gran Novela Mexicana o pintar un cuadro que revolucione el arte plástico contemporáneo. Ok, reconozco que, en mi caso, no es probable que nada de eso ocurra, pero aún así da gusto pensar que no se ha vencido el plazo, que todavía es posible, para gente de treinta, de cuarenta, de cincuenta años, empezar a crear algo realmente importante, realmente bello. Tal vez valga la pena intentarlo.

Por lo pronto, le recomiendo que compre usted sus boletos y vaya a ver Edgar. Aunque sólo sea para comprobar que ni siquiera la mediocridad más completa es insuperable.

miércoles, 8 de octubre de 2008

El alma de las fotos

Me pregunto por qué nos gustan tanto las fotografías antiguas (al menos en lo que a mí respecta). Mientras que las recién tomadas apenas si son algo más que una especie de espejo congelado, una oportunidad banal para desesperarnos por lo mal que nos sienta ese atuendo o por la cantidad de pelo que hemos perdido, los retratos antiguos poseen una tercera dimensión: el valor añadido del tiempo transcurrido y sobre todo, de la pérdida. Porque todas las fotos antiguas son una representación de algo que ya no existe. La prueba más evidente de que somos efímeros.

Y es que la fotografía no sólo refleja nuestra expresión o el tipo de peinado, sino que atrapa un pellizco de nuestra vida, una gota de tiempo. Tienen razón esos pueblos que llamamos primitivos al creer que la fotografía le roba a uno el alma: sin duda queda prisionero algo de uno en cada instantánea, una sustancia trémula que, a medida que transcurren los años desde que la foto fue tomada, se va haciendo más misteriosa y más intensa, hasta llegar un momento en que ya no se reconoce uno en su propio retrato, sino que más bien el retrato ha llegado a suplantar por entero una época de la vida de uno de la que apenas y se acuerda. Y es entonces cuando esa fotografía resulta más sugerente y más conmovedora. Porque lo que contempla uno en ella es el tiempo transcurrido, el abismo y el vértigo de vivir.

Por eso le fascinan a uno las fotos verdaderamente antiguas: porque son fotos de muertos. Y así, vemos sus rostros, sus cuerpos, sus sombreros; pero sobre todo, vemos sus miradas, que son todo presente. Miradas vivas congeladas en un presente eterno. Pero uno sabe que han fallecido, que han desaparecido hace ya muchos años, que ese presente continuo es un engaño, un espejismo producido por esa pizca de alma prisionera que quedó en la foto.

Reflexiono en todo esto al hilo de un libro que estoy leyendo The Secret Life of Oscar Wilde de Neil McKenna (excelente biografía, pese a su título amarillista, y texto indispensable para cualquiera que le interese saber cómo era el mundo gay en la Inglaterra victoriana). El volumen contiene varias decenas de fotografías del escritor irlandés. Unas primeras, inocentes y torpes, del Wilde adolescente, grandulón, trompudo, con expresión de chiste y aire de tarambana y un aspecto de razonable felicidad y confianza.

Viene después la serie fotográfica más conocida de Oscar Wilde: con veintipocos años, levitas suntuosas, cuellos de pieles abigarradas, el pelo en una ondulada y cuidadísima melena romántica, el perfecto retrato del artista. Pese a su cara blanda y de dimensiones monstruosas, se ve casi guapo, o, como dice Javier Marías en su libro Vidas escritas, quiere sentirse guapo. O sea, mira a la cámara como si fuera hermoso, aunque no lo es, y casi consigue darnos gato por liebre. Pero hay algo inquietante en esas fotos, algo que ensombrece su presente perfecto: el evidente conocimiento, por parte del sujeto, de que está representando, de que hay un fingimiento. Que está ofreciendo su mejor ángulo, y que con todos los demás empeoraría. Y que si no sonríe en ninguno de los retratos es porque el mercurio con que se está tratando la sífilis le ha dejado los dientes ennegrecidos. Quiero decir que ya conoce el sufrimiento.

Pero las fotografías más conmovedoras son de varios después, en Roma, en 1897, cercana ya su muerte, tras la cárcel, el oprobio y el exilio. Está Wilde de cuerpo entero, de frente y de perfil, mirando olímpico hacia el cielo, inmenso y barrigón, embutido en un abrigo que le queda chico, con el sombrerito de bombín haciendo equilibrios en la gruesa cabezota: un mamarracho. Tan extremadamente ridículo, que llega uno a pensar que está fingiendo ser un esperpento, así como años antes había fingido ante la cámara ser el artista más bello y más perfecto. Contempla uno esa vida en etapas, esas fotos de un Oscar Wilde más o menos inocente, más o menos roto, y en cada fotografía está atrapada su alma. Respira Wilde en las manos de uno, respira en sus retratos y en su presente, exactamente igual que usted, amable lector, respira ahora en su presente vertiginoso. Pero él, usted lo sabe, ya está muerto. Las fotos del pasado nos están hablando siempre se nuestro futuro.

martes, 7 de octubre de 2008

Con la mierda hasta el cuello

Tal vez las haya usted visto. Tal vez haya recibido una. Una de las cientos, de las miles de cartas que, con motivo del Segundo Informe de Gobierno de Felipe Calderón fueron remitidas a los hogares mexicanos. Son unas cartitas muy bonitas, impresas a todo color en un papel de la mejor calidad. En ellas aparece una fotografía del señor presidente, muy elegante él, y se hace un resumen de los grandes logros alcanzados en el año por su administración.

El receptor de una de estas misivas, el señor Benito Ramírez, se dio cuenta de un detalle extraño: como remitente de su carta no aparecía Felipe Calderón, ni la oficina de la Presidencia de la República, ni siquiera la Secretaría de Gobernación, sino la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA, pa los cuates).

Extrañado, el señor Ramírez presentó una solicitud de información (número de folio 1610100126208) en la que requirió a dicha Comisión el número de cartas enviadas, así como los montos gastados por la impresión y el envío de las mismas. En un primer momento, CONAGUA se hizo la desentendida y se declaró incompetente para atender la solicitud. Sin embargo, ante la amenaza de que el IFAI interviniera y armara escándalo (que es lo único que el IFAI puede hacer), optó por soltar la sopa: confesó que había mandado 265,382 de estas cartas, con un costo de impresión de $172,431.95 y un costo de envío por el Servicio Postal Mexicano de $595,119.13. Esto quiere decir que se gastaron más de 767,000 pesos, directamente del presupuesto de CONAGUA.

Hasta donde tengo entendido, la Comisión Nacional del Agua no tiene entre sus atribuciones difundir mensajes publicitarios del Presidente ni fungir como oficina de comunicación social de la presidencia. Más bien, según entiendo, tiene que ver con administrar y preservar las aguas nacionales para lograr el uso sustentable del recurso. Esto incluye, si no me equivoco, desalojar el agua de las zonas inundadas del país y participar en trabajos de reforzamiento para evitar más inundaciones.

Al parecer, los dirigentes de tan heroica institución consideraron que estas labores no son tan urgentes y que podían dedicar casi ochocientos mil pesos de su presupuesto en imprimir y enviar las cartas referidas.

Yo quisiera preguntarles a estos señores: ¿qué no salen a la calle? ¿que no se han dado cuenta que no ha parado de llover? ¿acaso ignoran que un nuevo huracán (creo que se llama Marco) avanza inexorablemente hacia las costas del Golfo de México? ¿qué no leen los periódicos? ¿qué no saben que, a causa de las incesantes lluvias, las aguas de los ríos Coatzacoalcos, Mezcapala, La Sierra, Grijalva y Usumacinta, entre otros, se han desbordado causando inundaciones en extensas zonas de Tabasco y el sur de Veracruz? ¿no han visto las escalofriantes fotografías? ¿no saben que cientos de familias han perdido todo cuanto poseen bajo el lodo y que son muchos los que se han quedado sin otro medio de subsistencia que servir como barqueros y cruzar a los transeúntes de un lado a otro de lo que antes eran calles y avenidas y hoy son ríos en balsas improvisadas, a cambio de un módico pago? ¿no saben que esta situación favorece el la propagación de enfermedades como el paludismo, la difteria o el cólera? ¿no entienden el horror que significa vivir hundidos en la mierda?

Claro, se puede argumentar que una suma tan pequeña no podría hacer diferencia alguna para resolver un problema tan complejo. Yo le pido, amable lector, que piense qué haría usted si recibiera ochocientos mil pesos. Ahora le pido que se imagine que su casa, sus pertenencias, su medio de subsistencia, todo se lo ha llevado el agua. Ahora vuélvalo a pensar: ¿qué haría entonces con ochocientos mil pesos? Visto así, la suma no parece trivial.

Tal vez los distinguidos dirigentes de CONAGUA piensen que solucuionar el problema no es tan urgente: dada la actual estabilidad del sistema financiero, deben pensar que en los próximos meses sobrará el dinero para estas y otras labores. O tal vez piensen que el problema no es grave. Al fin y al cabo, esa gente siempre ha sido pobre: ¿qué tanto daño puede hacer un poquito más de mierda en sus miserables vidas? No. Es mucho más importante invertir sus recursos en imprimir y enviar elegantes epístolas que den a conocer a todo el pueblo de México lo maravillosamente eficiente que ha sido la administración de Felipe Calderón para resolver los problemas de la nación y elevar el nivel de vida de sus habitantes.

Y mientras tanto, sigue lloviendo.