martes, 14 de octubre de 2008

Divas

En la maravillosa novela de Manuel Mújica Lainez, El Unicornio, el escritor argentino nos dice que las hadas existen, que han existido siempre, que “es menester ser ciego para no verlas, para no reconocerlas, pues su enjambre pulula por doquier”. Son hadas esas mujeres extravagantes que derrochan euros en los casinos de Venecia o Montecarlo, cuyas edades, rentas y procedencias se ignoran, que les imponen a la ruleta malabarismos estupendos, como la sospechosa complacencia de reincidir en el mismo número más vueltas de lo previsible, mientras lo siguen cargando de fichas con ademanes indolentes y expelen humo de sus largas boquillas. Son hadas esas fabulosas e inmemoriales damas que desfilan (casi vuelan) en los halls de los hoteles internacionales del brazo de hermosos muchachitos, infinitamente más jóvenes que ellas, que las miran con ojos de adoración.

Una variante de estos seres sobrenaturales son las divas. Y por divas me refiero a esas criaturas misteriosas y bellas, de carácter siempre difícil, que con la magia de sus voces, sus miradas y sus sonrisas, despiertan la fanática idolatría de miles de seguidores. Fueron grandes divas Sarah Bernhardt, Claudia Muzio, Greta Garbo, María Félix, Ana Pavlova y por supuesto, la diva de divas, Maria Callas. Son una especie en peligro de extinción, pero aún quedan algunas, como Catherine Deneuve, Sofía Loren y Montserrat Caballé.

Son seres de carácter casi mitológico, mitad artistas, mitad diosas. Pero no son, ni remotamente, perfectas. De hecho, en las anécdotas que corren sobre las divas, siempre se pone de manifiesto alguno de los múltiples defectos o manías que suelen caracterizarlas: su vanidad monumental, su temperamento explosivo, sus apetitos indómitos (gastronómicos, monetarios o carnales). Casi siempre tienen algo de ridículo. Y sin embrago, quien cuenta la anécdota, siempre lo hace con un tono de reverencia, como quien habla de una reina.

El hábitat natural de estas criaturas es, por supuesto, la ópera: es un mundo lleno de fantasía, de excesos, de magia y de una especie de lujo decadente, que constituye el escenario ideal para que la diva despliegue su misterioso encanto. Es una relación simbiótica: las divas necesitan de la ópera como la ópera necesita a las divas. Es necesario su embrujo para convencernos de que la mujer de noventa kilos o más que está cantando sobre la escena, es en realidad una bellísima cortesana parisina a punto de morir de tisis o una adolescente japonesa, delicada y grácil como una mariposa.

El sábado acudí al Auditorio Nacional para presenciar la transmisión en vivo, desde el Metropolitan Opera House de NuevaYork de la ópera Salomé de Richad Strauss. La cantante que interpretaría al papel titular era la célebre soprano finlandesa Karita Mattila. La transmisión se inició cuando el equipo de cámaras se coló tras bastidores y logró llegar hasta el camerino de la Mattila para hacerle ahí una entrevista relámpago, apenas unos segundos antes de que se alzara el telón. La cámara (y con ella todos los espectadores) la alcanzó en el momento en que se estaba calzando unas zapatillas de plástico rosa, que, vistas de cerca, denotaban su ínfima calidad.

—Miss Mattila,— le dijo la conductora — ¿quiere dirigirle al público unas palabras antes de iniciar la función?
—Quiero decir lo que siempre digo antes de una ópera —respondió la soprano— Let’s kick ass!
Con estas tres palabras, tan comunes en el léxico estadounidense actual, (que significan literalmente, “vamos a patear traseros”) la finlandesa desagarró de un tajo el velo de misterio y glamour que la cubría, demostró que no era una diosa, sino un ser humano de carne y hueso, accesible, común y corriente…. muy corriente. Y, con ello, cerró la puerta (o al menos le puso un gran obstáculo), a la magia que debía transformarla en Salomé, la hija de Herodías, la hermosa y cruel princesa-niña de Judea.

La música de Strauss es cautivadora. Las palabras del libreto, basado en una obra de Oscar Wilde, son bellísimas. La producción era impresionante. Y debo decir que la Mattila hizo su parte bastante bien: demostró que tiene capacidades vocales e histriónicas extraordinarias. El final, cuando Salomé, en el paroxismo del deseo, besa en los labios la cabeza cortada de Juan el Bautista, todavía chorreando sangre, fue hermoso y escalofriante.

Sí, Karita Mattila es una excelente cantante. Incluso puedo decir que es una gran artista. Pero me temo que no es una diva. No es un hada.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuando leí el "Let’s kick ass!" escuché como cuando un disco de esos de vinilo se rayaban con la agua mientras giraban... vaya manera de romper el encanto. En efecto, ella no será una diva; oh, no...

Anónimo dijo...

agua=aguja jeje

Anónimo dijo...

yo quiero ser un hada!!

Luis dijo...

Tú ya eres un hada, nena...