miércoles, 8 de octubre de 2008

El alma de las fotos

Me pregunto por qué nos gustan tanto las fotografías antiguas (al menos en lo que a mí respecta). Mientras que las recién tomadas apenas si son algo más que una especie de espejo congelado, una oportunidad banal para desesperarnos por lo mal que nos sienta ese atuendo o por la cantidad de pelo que hemos perdido, los retratos antiguos poseen una tercera dimensión: el valor añadido del tiempo transcurrido y sobre todo, de la pérdida. Porque todas las fotos antiguas son una representación de algo que ya no existe. La prueba más evidente de que somos efímeros.

Y es que la fotografía no sólo refleja nuestra expresión o el tipo de peinado, sino que atrapa un pellizco de nuestra vida, una gota de tiempo. Tienen razón esos pueblos que llamamos primitivos al creer que la fotografía le roba a uno el alma: sin duda queda prisionero algo de uno en cada instantánea, una sustancia trémula que, a medida que transcurren los años desde que la foto fue tomada, se va haciendo más misteriosa y más intensa, hasta llegar un momento en que ya no se reconoce uno en su propio retrato, sino que más bien el retrato ha llegado a suplantar por entero una época de la vida de uno de la que apenas y se acuerda. Y es entonces cuando esa fotografía resulta más sugerente y más conmovedora. Porque lo que contempla uno en ella es el tiempo transcurrido, el abismo y el vértigo de vivir.

Por eso le fascinan a uno las fotos verdaderamente antiguas: porque son fotos de muertos. Y así, vemos sus rostros, sus cuerpos, sus sombreros; pero sobre todo, vemos sus miradas, que son todo presente. Miradas vivas congeladas en un presente eterno. Pero uno sabe que han fallecido, que han desaparecido hace ya muchos años, que ese presente continuo es un engaño, un espejismo producido por esa pizca de alma prisionera que quedó en la foto.

Reflexiono en todo esto al hilo de un libro que estoy leyendo The Secret Life of Oscar Wilde de Neil McKenna (excelente biografía, pese a su título amarillista, y texto indispensable para cualquiera que le interese saber cómo era el mundo gay en la Inglaterra victoriana). El volumen contiene varias decenas de fotografías del escritor irlandés. Unas primeras, inocentes y torpes, del Wilde adolescente, grandulón, trompudo, con expresión de chiste y aire de tarambana y un aspecto de razonable felicidad y confianza.

Viene después la serie fotográfica más conocida de Oscar Wilde: con veintipocos años, levitas suntuosas, cuellos de pieles abigarradas, el pelo en una ondulada y cuidadísima melena romántica, el perfecto retrato del artista. Pese a su cara blanda y de dimensiones monstruosas, se ve casi guapo, o, como dice Javier Marías en su libro Vidas escritas, quiere sentirse guapo. O sea, mira a la cámara como si fuera hermoso, aunque no lo es, y casi consigue darnos gato por liebre. Pero hay algo inquietante en esas fotos, algo que ensombrece su presente perfecto: el evidente conocimiento, por parte del sujeto, de que está representando, de que hay un fingimiento. Que está ofreciendo su mejor ángulo, y que con todos los demás empeoraría. Y que si no sonríe en ninguno de los retratos es porque el mercurio con que se está tratando la sífilis le ha dejado los dientes ennegrecidos. Quiero decir que ya conoce el sufrimiento.

Pero las fotografías más conmovedoras son de varios después, en Roma, en 1897, cercana ya su muerte, tras la cárcel, el oprobio y el exilio. Está Wilde de cuerpo entero, de frente y de perfil, mirando olímpico hacia el cielo, inmenso y barrigón, embutido en un abrigo que le queda chico, con el sombrerito de bombín haciendo equilibrios en la gruesa cabezota: un mamarracho. Tan extremadamente ridículo, que llega uno a pensar que está fingiendo ser un esperpento, así como años antes había fingido ante la cámara ser el artista más bello y más perfecto. Contempla uno esa vida en etapas, esas fotos de un Oscar Wilde más o menos inocente, más o menos roto, y en cada fotografía está atrapada su alma. Respira Wilde en las manos de uno, respira en sus retratos y en su presente, exactamente igual que usted, amable lector, respira ahora en su presente vertiginoso. Pero él, usted lo sabe, ya está muerto. Las fotos del pasado nos están hablando siempre se nuestro futuro.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Concuerdo absolutamente contigo. Cuando vi las fotografías de Wilde que mencionas, tuve la misma impresión; la sensación es tan fuerte, que no pensé que podría ser expuesta de manera tan clara y conmovedora como lo has hecho tú.
¿Qué opinas de la fotografía de Oscar con Alfred?
Me encantó tu escrito, ¡gracias!

Luis dijo...

Muchas gracias por tu comentario, Vicentius. Me da gusto que te haya gustado la entrega.
Curiosamente, de todas las fotos de Oscar con Alfred no hay ninguna en que se estén viendo el uno al otro. Siempre se siente una cierta incomodidad en ambos. Dan la impresión de ser una persona brillante que sabe que no es lo suficientemente hermosa y una persona hermosa que sabe que no es lo suficientemente brillante. Y que ninguno se siente a gusto al respecto.

Anónimo dijo...

Es la puritita veldá acerca que al ver las fotos antiguas, de algún modo es mirarse a uno mismo en alguna etapa de la vida o la que podrìa ser.

Un abrazo

AC

Anónimo dijo...

Sí, en efecto la tensión se nota, y lo que dices muy interesante, no lo había pensado. Y ahora que lo dices, creo que uno de los problemas de Oscar fue el haber cedido un poco a una inseguridad de la belleza propia ante la deslumbrante de Alfred, que, como buen "cabrincito", logró hacer exponer a Oscar sus más profundos conflictos... No sé, es difícil; pero efectivamente denotan una gran tensión, las fotografías suyas.
Me dejas reflexionando...
¡Gracias una vez más, Luis! :)