lunes, 6 de octubre de 2008

De perros

De todas las especies del reino animal, la más popular es, sin duda alguna, el perro. Su reputación de nobleza, fidelidad y lealtad (sobre todo comparados con los frívolos y veleidosos gatos que, en lo personal, siempre me han caído mejor) le han ganado el título —merecido o no— de “mejor amigo del hombre”. Constantemente oímos hablar de gente que quiere más a sus perros que a sus propios hijos.

Por eso me resulta sorprendente que en nuestro dialecto cotidiano, el que se habla hoy en día en la ciudad de México, utilicemos tantas expresiones y metáforas caninas, y que todas ellas tengan connotaciones claramente negativas. Ahí les van algunos ejemplos, por citar sólo algunos de los más usuales:

Cuando uno dice que tuvo “una tarde de perros” se refiere a una tarde particularmente infortunada; cuando uno dice que “el examen estuvo bien perro” o que “está perrísimo que te acepten en tal universidad” emplea la palabra como sinónimo de arduo o difícil; “echar los perros” o su versión más refinada “echar el can” es claramente una referencia a la cacería e implica tratar de seducir a alguien de un modo más bien agresivo o violento. Cuando decimos que un hombre “es un perro” normalmente nos referimos a que es implacable, salvaje o brutal. Voy a obviar lo que significa referirse a una mujer como “una perra”. Decir que alguien se ha quedado “solo como perro” no quiere decir que sea el mejor amigo del hombre, sino más bien lo contrario: que nadie lo quiere.

Mención aparte merece el verbo perrear. En algunos contextos, se utiliza como sinónimo de “echar los perros” (expresión a la que ya me referí). En otros, particularmente en el argot gay, significa insultar o burlarse de alguien con saña, con el propósito explícito de ofenderlo. Echar carrilla, pues.

El colmo de la deshonra para el nombre del perro ocurrió, irónicamente, cuando alguien intentó emplearlo son una connotación positiva: en 1981, cuando el entonces presidente José López Portillo declaró que defendería el peso “como un perro”…con los resultados consabidos.

La despiadada insistencia con que utilizamos el nombre de “nuestro mejor amigo” para designar cosas malas me hace pensar que hay un cierto grado de hipocresía en el cariño, supuestamente entrañable, que sentimos por los chuchos. Y, la verdad, no estoy seguro de que esta hostilidad disfrazada de afecto no sea recíproca.

Supongo que esta multitud de referencias caninas en el lenguaje de los habitantes de la ciudad de México (y supongo que también en otras latitudes de habla hispana) se debe a que es el animal que se encuentra más cercano, más presente en nuestras vidas —con la posible excepción de las moscas u otros bichos de escasa relevancia.

Me imagino que la cosa era diferente antes de la invención del ferrocarril y del automóvil, cuando gran parte del transporte terrestre, tanto urbano como rural, se realizaba por tracción animal. Probablemente datan de esa época expresiones como “burro”, (para hablar de alguien no particularmente brillante) “mula”, (para alguien de dudosa calidad moral) o “buey” (que, con el tiempo, se convertiría en el famoso güey). Lo curioso es que, a pesar de la importancia que alguna vez tuvieron los caballos para los humanos --particularmente para los mexicanos--, hayan quedado en nuestro vocabulario cotidiano tan pocas expresiones de tipo equino (con la notable excepción de la bellísima frase “de cascos ligeros”). Tal vez en un tiempo pretérito, se usara tanto la figura del caballo como ahora la del perro; tal vez, en alguna época no fuera raro escuchar decir frases como “Esa señorita es toda una yegua” o bien “Deje usted de estar caballando”. Vaya usted a saber.

1 comentario:

Anónimo dijo...

... o bien "ese majo es un potro"...