Hace unos días supe que la Compañía Nacional de ópera va a representar, antes de que termine el “año Puccini” la ópera Edgar, y que,, por alguna razón, quieren que sea un servidor quien escriba las notas para el programa de mano. Para ser sincero, cuando recibí el encargo no sabía prácticamente nada de esta ópera, así que tuve que ponerme a investigar un poco y he aquí lo que encontré:
Edgar fue la segunda ópera de Giacomo Puccini. También fue, desde su estreno, la menos exitosa de cuantas compuso el compositor luqués y, por lo tanto, la menos conocida.
Su primera ópera, Le villi (1884), no gozó de gran éxito pero, por alguna razón, gustó mucho al editor Giulio Ricordi, una de las personalidades más influyentes en el ámbito de la ópera italiana de la época. Convencido del talento del joven Puccini (que por entonces acababa de cumplir treinta años), Ricordi lo comisionó al para que compusiera una nueva ópera para la Scala de Milán.
Poco antes, la amante del compositor había dejado a su marido para irse a vivir con él y, no contenta con ello, le había dado un hijo. Así cuando recibió la oferta de Ricordi, el compositor tenía una mujer (famosa por su carácter difícil y sus exigencias constantes) y un niño recién nacido que mantener, ningún trabajo que le proporcionara una paga fija, y unos magros ahorros, producto de las ganancias de su primera ópera, que iban mermando a una velocidad alarmante. Por ello, vio en el encargo una oportunidad de oro.
El libretista elegido fue el mismo que escribió el texto de Le villi, el poeta milanés Ferdinando Fontana. Se decidió que el tema sería una variación del drama de Alfred de Musset La coupe et les levres. La historia, situada en Flandes a principios del siglo XIV, trata de un soldado (Edgar) que debe escoger entre el amor casto de una joven de su pueblo (Fidelia) y la pasión desbordada de una exótica y sensual gitana (Tigrana).
Empezamos mal: cualquiera que lea este resumen y que sepa dos palabras de ópera puede darse cuenta de que esta trama se parece demasiado a la de Carmen. No obstante, quizá para diferenciarla de la inmortal ópera de Bizet, Fontana agregó una maraña de intrigas, de sub-tramas, de engaños, de cuestiones nacionalistas, de muertes fingidas, hasta hacer del libreto un impenetrable berenjenal.
Ahora bien, que la trama de una ópera se parezca sospechosamente a la de otra anterior no tiene nada de raro. Así, por ejemplo, Manon Lescaut de Puccini es un reamake de la Manon de Massenet, la cual, a su vez, tiene claros paralelismos con la La traviata de Verdi. Y esto no implicó que ninguna de estas óperas fuera menos exitosa. Que un libreto sea enredoso e inverosímil tampoco tendría que ser, en principio, un obstáculo para el triunfo de una ópera. Véase si no el caso de Il trovatore cuyo argumento es absolutamente descabellado y, sin embargo, conserva su lugar como una de las obras más populares del repertorio.
El 21 de abril de 1889, Edgar se estrenó en la Scala de Milán con el tenor Gregorio Gabrielesco en el papel titular, la soprano Aurelia Cattaneo como la dulce Fidelia y la soprano Romilda Pantaleone como la voluptuosa gitana Tigrana. Continuaron representaciones en el Teatro Comunale de Ferrara (1892), en el Teatro Real de Madrid (1892) y en el Teatro Colón de Buenos Aires (1905). En México nunca se ha representado completa.
Para decirlo llanamente, la ópera fue un fracaso rotundo. No gustó ni al público ni a los críticos de Milán ni de ninguna de las ciudades en las que se representó, a pesar de las modificaciones que Puccini aplicaba antes de cada estreno para tratar de mejorar la acogida del público (cambió la tesitura de Tigrana de soprano a mezzo, modificó el final del segundo acto y cortó de tajo el cuarto). Pero cada nueva versión resultaba menos exitosa que la anterior.
Puccini atribuyó el fracaso a las deficiencias del libreto, que no estaba a la altura de su música, y juró no volver a trabajar con Fontana. Sin embargo, como dije antes, los errores del libreto no son razón suficiente para hacer fracasar así una ópera. Me temo, después de haber escuchado una grabación de Edgar (cantada por Carlo Bergonzi y Renata Scotto) que la culpa de la debacle la tiene, más bien, la música de Puccini, en la que no encontré por ningún lado esas melodías tiernas y pegajosas que caracterizan su obra posterior. Me pareció que, en general, la música carece de espontaneidad y emoción, que suena rígida, acartonada, cursi, en una palabra: mediocre.
Sólo hay algunos fragmentos rescatables de Edgar, como la imponente marcha fúnebre del tercer acto, (que fue interpretada en el funeral del propio Puccini bajo la batuta de Arturo Toscanini); o el aria, bastante conmovedora, Addio, mio dolce amor.
El caso de Edgar me hizo reflexionar: ¿cómo puede ser que a los treinta años bien cumplidos Puccini no diera aún el menor indicio del inmenso talento que mostraría en su madurez? ¿será que no todos los genios lo son desde su infancia, como lo fue, por ejemplo, Mozart? Al parecer, hay artistas precoces y otros más bien retardados, o mejor dicho, lentos. Como Puccini, que de jóven fue (hay que decirlo de una vez) un compositor mediocre.
La conclusión es esperanzadora: aún aquellos de nosotros que, hasta el momento, no hemos demostrado el menor talento para nada, podríamos, el día menos pensado, sentarnos y componer una sinfonía inmortal o escribir la Gran Novela Mexicana o pintar un cuadro que revolucione el arte plástico contemporáneo. Ok, reconozco que, en mi caso, no es probable que nada de eso ocurra, pero aún así da gusto pensar que no se ha vencido el plazo, que todavía es posible, para gente de treinta, de cuarenta, de cincuenta años, empezar a crear algo realmente importante, realmente bello. Tal vez valga la pena intentarlo.
Por lo pronto, le recomiendo que compre usted sus boletos y vaya a ver Edgar. Aunque sólo sea para comprobar que ni siquiera la mediocridad más completa es insuperable.